Nils Frahm (Hamburgo, 1982) tiene sentimientos ambivalentes respecto a los discos en directo. “Esta mañana -cuenta por teléfono- estuve escuchando Waltz for Debby, del trío de Bill Evans, un álbum bellísimo grabado en un club minúsculo con no más de 20 personas aplaudiendo entre canción y canción. Un representación honesta y real de lo que era aquel grupo”. Pero luego echa un vistazo a su discoteca y reflexiona: “Por supuesto, hay otros discos en directo que son un poco redundantes, pues obedecen a los intereses de los directivos de las discográficas, que los ven como otro producto que pueden vender. Por eso a veces ni los propios músicos se los toman en serio”.
No es el caso de Tripping with Nils Frahm, un proyecto audiovisual que captura el inicio de la gira que hizo el músico alemán para presentar en directo su aclamado álbum All melody (2018), en un escenario tan anonadante como la Funkhaus de Berlín. La experiencia llega ahora empaquetada en álbum y documental digital de la mano del sello Erased Tapes y las productoras Leiter y Plan B Entertainment, propiedad esta última de Brad Pitt.
Para Frahm, un concierto va más allá de lo musical. “Es arquitectura, es artes plásticas, es el olor de un perfume… Hay algo sensual ahí”, explica. “En ese sentido, la Funkhaus es muy generosa”. Habla de la sede de la antigua radio de la República Democrática Alemana (RDA), en cuyas salas Nils ha concebido algunos de sus trabajos.
Tripping… se publica en una encrucijada interesante. “Intento no pensar en este álbum como una reacción a la pandemia. Pero, de un modo extraño, casi cínico, no podría haber un momento más oportuno para publicar un documento así”, explica su autor. “Pero no está pensado para sustituir la experiencia de un concierto: no queríamos hacer ‘streaming’ ni ninguno de los formatos digitales que se están usando en lugar del directo. Hay que empezar a aceptar que este tipo de experiencias se han interrumpido”.
En cualquier caso, éste es un proyecto “de largo recorrido, planificado desde hace años y la covid nos pilló por sorpresa. De ningún modo hemos intentado utilizar la situación como para ‘vender’ un proyecto sobre la pandemia”.
Porque si hay una palabra que Frahm no logra hallar en la Covid es “inspiración”. Es verdad, apunta, “que cualquiera se siente con derecho a usar esto con fines creativos o transformadores”. Pero él ve la realidad de otra manera: “Esta situación está destruyendo a los pequeños creadores rápidamente, mientras que los grandes y consolidados seguramente aguanten. Si comparas la escena cultural con un jardín, es como si sólo quedasen los grandes árboles después de seis meses, mientras que todas las plantas pequeñas y el musgo han desaparecido”.
“Me resulta imposible”, confiesa, “afirmar que hay que ser positivos y que los creadores son buenos en superar malas situaciones porque su trabajo es producir belleza con éstas, transformar la pena o la adversidad en algo trascendental. No se puede lanzar un mensaje tan simplista”. Porque , “básicamente, todo el universo creativo ha sido declarado innecesario. Y es muy poco estimulante que la sociedad nos trate como si fuésemos superfluos, meros ‘entretenedores’ que pueden ser reemplazados. Cuando es un problema muy serio: que la cultura sea la primera cosa que se sacrifique prueba que volverá ocurrir en cualquier otra situación problemática en el futuro. La gente volverá a gastar dinero y eso permitirá que la cultura vuelva a desarrollarse, pero habrá otra nueva crisis que lo primero que matará será la cultura. Es muy doloroso”.
Aún así, Frahm disfruta del aprecio del público como puntal de una generación de compositores (Angel Olsen, Ólafur Arnalds, Francesco Tristano) que han terminado de romper los muros existentes entre la música ‘culta’ y la popular, especialmente a través de la electrónica y el pop. “Cuando hemos reunido tantos tipos de música diferentes, es normal que todos nos inspiren”, reflexiona el compositor. “Porque vivimos en una época en que el arte puede hacer cualquier cosa y ya no puede ser criticado. Creo que algo cambió al final de los 60, cuando se consolidó la crítica cultural. Si alguien como John Coltrane cambiaba su estilo, tenía que convencer a los críticos. Todo era discutido meticulosamente y flotaba este sentimiento de que había que decir algo y, de alguna forma, participar”. Pero luego llegaron los 70, los 80 y los 90, “cuando la cultura, sobre todo las artes plásticas, se alejaron de cualquier punto en que pudiera ser criticada: si algo no te gustaba es que no te esforzabas lo suficiente en entenderlo. Por tanto, no deberías decir nada al respecto y tenías que dejar a los que les gusta que lo disfruten”.
“Hemos cambiado las reglas”, sentencia Frahm. “En esta nueva situación, la cultura se ha liberado del poder de los 10 o 12 críticos principales a los que convencías y ya tenías el resto del mercado contigo. Aquello era un mecanismo de preselección, mientras que ahora tenemos otro comunitario, democrático y basado en las redes sociales. Así que a la gente desarrolla sus gustos y es el gran capital el que los sigue”. Parece un sistema justo, pero viene con una disfunción: “Al final la industria musical invierte en lo que es exitoso. Y si te fijas en los algoritmos y lo que tiene más clics, puedes toparte con una canción de EDM [Electronic Dance Music] que ha sonado 500 millones de veces en teléfonos móviles, pero sólo porque se ‘cuela’. Es decir: si no te gusta un tema, te lo saltas; pero si simplemente no te ‘molesta’, sigue sonando y suma al contador. Así, un montón de música es exitosa porque es sólo un poco más buena que la que se pasa por alto. En las ‘playlists’ con mucha rotación, la gente ni se da cuenta de qué canción está sonando. Pero quien mire los datos pensará que eso es lo que realmente gusta. Es una manera ‘interesante’ de cuantificar la calidad de un producto”.
Esa obsesión por la digitalización llegó a Saturar a Frahm, que decidió abandonar sus redes sociales. “Me preocupaba algo a lo que no podía poner nombre y que estaba fuera de control”, recuerda. “Cuando decidí que iba a dejar de usar Twitter, Facebook e Instagram, me llevó ocho meses dejar esta adicción. Es como dejar de fumar, algo muy ‘yonqui’ con una droga malísima que no vale la pena. Si te enganchas a algo, que sea un producto de calidad, como el buen vino”.
Hablando de embriagantes, la música de Nils Frahm ha sido usada frecuentemente como vehículo de evasión. Él lo ve como el cine. “Hay dos tipos de directores: por un lado están los que quieren documentar la realidad y, por el otro, los que muestran lo extraordinario o lo que no es posible en la vida real. Un buen ejemplo de estos últimos es Ingmar Bergman. Gente que concibe las películas como una ventana hacia un cosmos diferente, que desafían los límites de la ciencia, que no trabajan solamente para dejarte en tu normalidad. Lo mismo con la música”.
“Hay una idea preconcebida del escapismo”, prosigue. “Si mi música sirve para que alguien se sienta bien y ya está, no me ofende. Porque la mejor música que conozco, como Bach, Beethoven o Vivaldi, tiene momentos de transformación, pero también desconexión de la realidad. Escuchándoles, siento que dejo mi cuerpo”.
La mención a Beethoven llega poco antes de que se celebre el 250º aniversario del nacimiento del compositor. “Beethoven es lo contrario a la música que uno se pone para que suene de fondo. Sus obras son una representación tan fiel de sus sentimientos más íntimos que el público se siente inmediatamente conectado”, proclama Frahm. “Es increíble como esa música se mantiene como una verdad rotunda a pesar del paso del tiempo. Incluso cuando no refleja cómo suena nuestra época. Pero si escuchas cuidadosamente, con respeto y oídos abiertos, uno se da cuenta de su importancia”. Su esperanza, confiesa entre la humildad y la ambición tiene que ver con él: “Tal vez, algún día pueda hacer una o dos piezas que tengan ese mismo corazón y esa verdad. El tiempo dirá si es posible”.