Cuando André Malraux, el célebre escritor y ministro de cultura francés declaró en 1969 el 'Palacio Ideal' del cartero Cheval monumento nacional dijo que los franceses habían tenido la suerte de cobijar al “único artista naïf del mundo”. A finales del siglo XIX, durante 33 años, un modesto cartero de la región de Drome se dedicó a construir él solo ese extraño palacio inspirado en los templos asiáticos, que Cheval solo conocía por las no siempre fiables ilustraciones que veía en las revistas de la época. Utilizando las piedras de la región, de aspecto prehistórico, sin ninguna formación en arquitectura ni en escultura, sin ayuda de nadie, levantó un templo hindú, con reproducciones de elefantes y deidades de esa tradición, una tumba egipcia y una mezquita, además de un castillo medieval, una torre de Babaria y una cabaña suiza.
Cheval se pasó tres décadas trabajando incansablemente en esa construcción inclasificable a medio camino entre la ensoñación romántica sobre un mundo oriental totalmente idealizado y una especie de versión extrema del arte churriguresco español, con el que el cartero compartía la querencia por las formas ultrabarrocas talladas en piedra. Hoy es uno de los monumentos más populares de Francia, visitado por miles de personas todos los años. Ejerce esa fascinación de lo estrambótico que nos reconcilia con la parte más infantil de nuestra personalidad. No es casualidad que fueran surrealistas como Bréton o Max Ernst los primeros en exaltarlo. Infatigable hasta el último aliente, Cheval no terminó su palacio hasta pocos meses antes de su muerte en 1924, a los 88 años.
El palacio ideal, dirigida por Nils Tavernier (hijo de Bertrand y actor con una larga trayectoria), es una bonita película que cuenta la historia de este curioso personaje desconocido en España con emoción y rigor. La figura del hombre loco que se dedica con fervor a una tarea que parece imposible y absurda es un clásico del cine estadounidense, que comparte con el francés su interés en crear mitos nacionales a partir de figuras grandiosas como los grandes estadistas pero también exaltando los valores del ciudadano común capaz de hacer cosas extraordinarias.
El Cheval que interpreta Jacques Gamblin con convicción es un señor al que conocemos ya entrados los cuarenta, cuando se acaba de quedar viudo y ve cómo su único hijo marcha a vivir con su hermano porque nadie cree que pueda ser capaz de cuidarlo. El cartero artista fue un tipo con algún tipo de discapacidad intelectual no reconocida cercana al autismo que vive encerrado en su mundo y a pesar de su bondad natural tiene dificultades para comunicarse con sus seres queridos como su esposa (Laetitia Casta) o su amadísima hija Alice, a la que dedica su palacio.
El Cheval de El palacio ideal tiene no pocos puntos en común con el Bugsy (1991) de Warren Beatty, ese mafioso de aspecto zafio que construyó Las Vegas en medio del desierto cuando lo tomaban por loco, o con el Tucker (1988) de Coppola, el hombre que soñó con un coche popular y barato y fue perseguido por las grandes corporaciones automovilísticas. La idea de que el verdadero genio está condenado a ser malinterpretado por sus contemporáneos es un tópico que encuentra en Van Gogh su máxima expresión, un mito muy popular porque quizá nos gusta saber para redimirnos que grandes personalidades que gozan de fama después de su muerte tuvieron que pasar por muchas penalidades. En este caso Cheval es tratado casi como un apestado en su propio pueblo, donde lo toman por tonto y confunden su inexpresividad con frialdad.
En una de las inscripciones que esculpió el propio Cheval en su palacio lo deja bien claro “el hombre solo hace grandes cosas con terquedad”. Otra idea subyace detrás de El palacio ideal que también es muy querida por el cine estadounidense y que engarza con una tradición occidental arraigada desde los tiempos de los griegos, la convicción de que los locos de alguna manera albergan una verdad no comprensible para las personas “normales”. Lo vemos en un filme tan famoso como Forrest Gump (1994), en el que Zemeckis exalta la inconsciencia como única forma de alcanzar la originalidad en un mundo uniforme. Hace un par de años, en Bienvenidos a Marwen (2008), regresaba al tema para construir el biopic de un hombre amnésico tras un coma que se convierte en un peculiar artista que construye escenas sobre la segunda guerra mundial con muñecos articulados.
Sin forzar la máquina lacrimógena, no desvelaremos la trama, pero el pobre Cheval tiene que sufrir varias tragedias personales muy duras. Tavernier construye una película que se contagia de la sencillez y la calidez del propio protagonista. Ambientada en una región muy bella de Francia, la falta de pretensiones del director y la simpatía con la que refleja en todo momento al personaje acaban conformando una película hermosa en la que quizá lo mejor es la evolución de la relación de Cheval, ese hombre que no habla con un corazón de oro, con su esposa.