La penosa situación de la mujer en el mundo árabe se ha convertido en un tema recurrente de la cinematografía reciente de esos países. En los últimos meses, lo hemos visto en películas como la saudí La candidata perfecta (Haifa Al Mansour), donde veíamos la odisea de una mujer que quiere presentarse a las elecciones como alcalde; la marroquí Adam (Maryam Touzani), en la que se refleja la tortura que deben sufrir las madres solteras o en la argelina Papicha. Sueños de libertad (Mounia Meddour), retrato del ascenso de los yihadistas en los años 90. Ahora llega, con un tono más amable, Un diván en Túnez, de Manele Labidi Labbé, donde vemos las dificultades de una psicoanalista educada en París para ejercer su profesión cuando regresa a su Túnez natal.
Protagonizada por la iraní Golshifteh Farahani, a la que hemos visto en películas como A propósito de Elly (2009), de Asghar Farhadi, o Paterson (Jim Jarmusch, 2016), Labidi cuenta las dificultades de una joven brillante por prosperar en un país donde sigue estando mal visto que las mujeres trabajen (a no ser que sean tareas “femeninas”) y el psicoanálisis se ve con recelo. De esta manera, por una parte, la directora nos cuenta la batalla de la psicóloga contra la burocracia y la policía (encarnada por un apuesto agente con el que mantiene un juego romántico) y también realiza un retrato de la sociedad tunecina a partir de las neuras de sus pacientes: una peluquera aguerrida, un tipo que cree que es perseguido por los servicios secretos o un tipo machista y retrógrado que piensa que la terapia en realidad es una tapadera para tener aventuras sexuales.
Se agradece el tono luminoso de la directora para contar una situación grave. Ambientada justo después de la “primavera árabe” que expulsó del poder al dictador Ben Ali para ver la victoria de los islamistas en las primeras elecciones democráticas, Labidi nos cuenta las dificultades del país para abrazar la modernidad. El Túnez moderno recuerda a la España de los 50, hay una cultura mediterránea que no entiende de diferencias entre musulmanes y cristianos, y Un diván en Túnez tiene un gozoso tono berlanguiano al retratar a una sociedad atrasada y mojigata pero que también cuenta con una rica y atractiva vida colectiva. A veces parece que la competitividad feroz y la soledad son los precios a pagar por la modernidad.
Divertida de ver, la magnífica Farahani da vida con vigor y entereza a su personaje logrando con carisma tapar los puntos débiles del filme. A medio camino entre la comedia amable y la crítica política y social, la directora se esfuerza por realizar una película al mismo tiempo punzante y popular para que su mensaje cale también entre sus propios compatriotas. En esa voluntad por no apretar demasiado las tuercas hay verdadero amor por el país y por sus gentes pero por el camino la película pierde hondura y capacidad de remover conciencias. Por momentos, es un poco tontorrona.