Se olvida con frecuencia una realidad indiscutible: las principales víctimas del terrorismo islamista son los propios ciudadanos de países que profesan esa religión de manera mayoritaria. Muchos años y muchos atentados después, la directora Mounia Meddour, hija del realizador Azzedine Meddour y criada en Francia, refleja en Papicha la pavorosa guerra civil argelina de los 90, también llamada como “la década negra”, cuando el país se convirtió en un polvorín por culpa de los yihadistas. Inspirándose libremente en un caso real, la cineasta cuenta la historia de una joven universitaria, Papicha (Lyna Khoudri), que sueña con ser diseñadora de moda en una sociedad cada vez más opresiva e intolerante. Inasequible al desaliento, la protagonista se niega en redondo a abandonar el país que ama mientras tiene dificultades para comprender la verdadera dimensión del terror al que se enfrenta.
Recuerda Papicha a películas sobre el despertar de la Alemania nazi en las que vemos cómo un país decide suicidarse de manera colectiva. Son muchas. Desde la reciente Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019), en la que se abordaba a modo de farsa la “nazificación” de toda una sociedad hasta la canónica El pianista (Roman Polanski, 2002), donde veíamos como los judíos fueron víctimas de su propia inocencia. En El huevo de la serpiente (1977) Bergman nos cuenta los motivos históricos que condujeron al fascismo mientras Haneke nos explica en La cinta blanca (2009) las anomalías profundas de la sociedad germana. El horror con mayúsculas es mucho más fácil de explicar cuando ha sucedido que pronosticarlo y, cuando miramos atrás, siempre nos resulta sorprendente que los testigos de la historia no supieran entender lo que después nos parece claro y cristalino.
Víctima de esa inocencia en la que vivimos todos porque muy pocos contemporáneos acertamos a saber lo que en cien años será obvio, la entusiasta Papicha cree que la guerra pasará rápido y la locura del fundamentalismo islámico terminará porque la razón se impondrá. No es esta una película triste, aunque podría haberlo sido, sino un canto a la fortaleza frente al horror. Empeñada en seguir haciendo su vida con libertad y alegría, la protagonista es como una luz en medio de una oscuridad monstruosa. Ahí está ese último plano lleno de luz o el delicado y hermoso retrato que hace Maddour de la vida de las mujeres.
No solo eso. A veces calificada de frívola, el filme realiza un emotivo y necesario homenaje a la moda como emblema del antiautoritarismo, esa ideología monstruosa que busca la homogeneidad en nombre de un bien superior. Donde hay moda hay una sociedad libre porque la moda significa fantasía y es garantía de diversidad al darnos la posibilidad de expresarnos y de ser nosotros mismos. Justo aquello que odian los yihadistas y los fundamentalistas de toda clase.