El compositor Ennio Morricone ha fallecido a los 91 años en Roma, según ha informado la agencia de noticias ANSA, por las complicaciones derivadas de una reciente caída en la que se fracturó el fémur. Autor de más de 500 bandas sonoras de películas y series de televisión, su legado para la historia del cine es absolutamente legendario, con trabajos que han dejado una huella imborrable entre los amantes del séptimo arte. El bueno, el feo y el malo, Erase una vez en América, Cinema Paradiso, Los intocable de Elliot Ness, Novecento o Los odiosos ocho, por la que ganó su segundo Óscar tras el Honorífico que le concedieron en 2006, son solo un pequeña muestra de los clásicos que elevó gracias a sus emocionantes partituras. El pasado 5 de junio se le había concedido el Premio Princesa de Asturias de las Artes junto al compositor John Williams.
Nacido en Roma en 1928, fue su padre, también músico, quien marcó su camino al colocarle una trompeta entre las manos y mandarle al conservatorio. Vivió los años de la II Guerra Mundial, y el hambre y la pobreza, e incluso perdió a un hermano de tres años, pero logró graduarse en ese instrumento y en armonía y le cogió el gusto a emborronar pentagramas. Estuvo un tiempo ganándose la vida tocando la trompeta en nightclubs romanos y estudios de grabación. Pero la faceta compositiva poco a poco se fue imponiendo, a medida que se fogueaba como arreglista para la Rai.
Morricone se colocó de entrada en la órbita de la vanguardia, influido por Petrassi, su mentor de cabecera en esa época. A él le dedicó, en 1957, Primer concierto para orquesta, que llegó a estrenar en La Fenice. «Aquello constituyó un gran acontecimiento, pero, en total, gané unas sesenta mil liras en derechos de autor en un año». Morricone comprendió de golpe que seguir la estela de Berio, Stockhausen, Ligetti, Nono y compañía conducía casi inevitablemente al hambre. No le quedó más remedio que adoptar una actitud más posibilista y poner en cuarentena el diktat procedente de Darmstadt (el cónclave vanguardista por antonomasia). Más en las circunstancias personales en que se hallaba entonces: acababa de casarse y tener su primer hijo. «Entonces, como hoy, vivir de la profesión musical, sobre todo como pretendía al principio, o sea, escribiendo exclusivamente música que no procediese de manera directa de la tradición popular, sino que buscase la tradición de los grandes compositores contemporáneos que conocía y apreciaba, una música que se expresase a sí misma y que no se vinculase a las imágenes y a las exigencias de cada contexto, sino sólo a la necesidad creativa del compositor… en fin, ¿cómo llamarla? Música artística, o música ‘absoluta’, como comencé a llamarla más tarde… en fin, vivir escribiendo de este tipo no era ni es nada sencillo»
En esa tesitura, Morricone llamó a la puerta del director artístico de la todopoderosa discográfica RCA, Vicenzo Micocci. Aprovechó la cercanía que había trabado con él para revelarle su acuciante situación y pedirle algún trabajillo. Micocci se apiadó y Morricone pronto empezó a componer para algunas de las más grandes figuras de la canción melódica italiana: Modugno, Paoli, Mina… Todo lo hacía en la clandestinidad y con cierta vergüenza. Le apesadumbraba que sus correligionarios vanguardistas más ceñudos le repudiasen. Pero, de todos modos, él tenía claro que a los suyos no les podía faltar el plato de pasta de cada día sobre la mesa. Tocaba adaptarse. Y de la necesidad hizo virtud: escribía las melodías pegadizas que le demandaba la industria, sí, pero siempre les estampaba un sello de autor. Buen ejemplo de ese equilibrismo es Se telefonando, que grabó con la Tigresa de Cremona, uno de sus grandes éxitos intemporales. Composición fácilmente digerible pero no obvia, que luego versionaría Franco Battiato.
Antes de firmar con su nombre las bandas sonoras, Morricone estuvo mucho tiempo ejerciendo como ‘negro’, que era como en argot se conocía a quien orquestaba, «y a veces rehacía», los apuntes del compositor titular para transformarlos en la música que finalmente se escuchaba en la película. Por eso cuando Luciano Salce le reclutó para que escribiera la de Il federale en 1961, Morricone asumió el encargo sin temblarle la mano. Estaba ya bastante curtido. Ahí arrancó su larga sintonía con la gran pantalla. La celebridad le llegó de la mano de Sergio Leone y su ciclo de spaghetti westerns, donde fundía la fantasía de Kurosawa con la estética de la comedia del arte. Por un puñado de dólares fue el primer hito de la Trilogía del dólar. A pesar del ‘pelotazo’, Morricone es consciente de sus carencias: «Esos temas están entre los peores que he escrito». Recuerda que Leone y él fueron a verla juntos al Cine Quirinale. «A la salida nos miramos a los ojos y, tras unos segundos de silencio, exclamamos, casi al unísono: ‘¡Qué película tan mala!’. Rompimos a reír y nos fuimos a casa a reflexionar».
En 1966, fue Pasolini el que le llamó para Pajaritos y pajarracos, su fábula (o parábola) sobre el hundimiento de la utopía marxista, con los funerales de Togliatti significativamente al fondo del errante deambular de la carismática pareja formada por Totto y Ninetto Davoli. Pasolini estaba envuelto ya en una espiral de controversias y opiniones encontradas. A Morricone le agradó desde el primer minuto: «Me encontré un hombre trabajador, serio, una persona de lo más respetuosa y honrada, que hacía las cosas con la mayor discreción. Me dejó una huella muy profunda». En Teorema, le permitió además cultivar sus querencias dodecafonistas. Luego seguirían formando equipo en El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Saló o los 120 días de Gomorra.
Fellini, Tornatore, Bellochio, Pontecorvo, De Palma, Eastwood, Almodóvar, Stone, Malick… Son otros de los directores que han requerido sus eficientes servicios. El último fue Tarantino. Amante del spaghetti western, estaba empecinado en que Morricone idease la banda sonora de Los odiosos ocho. Ya había utilizado piezas suyas en otras películas (Malditos bastardos, por ejemplo), pero no era música original concebida en exclusiva para él. Esta vez quería composiciones inéditas y no dejó de darle tabarra a Morricone hasta conseguirlo. Se presentó en Roma con el guión en italiano y le dijo: «Haz lo que te parezca». Esa libertad fue lo que le terminó convenciendo. Y curiosamente lo que acabó granjeándole el Oscar, el segundo tras el Honorífico que le concedieron en 2006.
Caballero de la Legión de Honor de Francia y Comendador, Gran Oficial y Caballero de Gran Cruz de la Orden al Mérito de la República Italiana, ha recibido 27 Discos de Oro y 7 de Platino y numerosos galardones: varios BAFTA, Globos de Oro, Grammy, David de Donatello, el León de Oro a toda una carrera en Venecia (1995) y el Polar de la Música (Suecia, 2010). En 2019 el papa Francisco le entregó la Medalla de Oro Pontificia y en 2020 recibió el Premio Camille de la Alianza Europea de Autores y Compositores a los logros de una vida. «Componer bandas sonoras te permite trabajar con cualquier forma expresiva, la canción melódica, el rock, la música dramática, la informal, el folk… La música de cine contiene todas las músicas, igual que el cine -el arte moderno por excelencia- contiene todas las artes. Es esto lo que el cine da a la música: la convierte en música total», ha escrito el compositor en su biografía.