¿Cómo podemos seguir con nuestra vida después de perder a un ser querido en un atentado? ¿Cómo lidiar con la devastación ante un hecho tan traumático y enfrentar un día a día en el que ya nada es como antes? En estas cuestiones indaga Mi vida con Amanda, la tercera entrega del director Mikhaël Hers (París, 1975), que se inspira en los atentados del 13 de noviembre de 2015 en la capital francesa –en los que fallecieron 131 inocentes, en su mayoría jóvenes– para elaborar un honesto y delicado filme sobre la pérdida, el duelo, la madurez, el amor y la paternidad.
Sin embargo, nada hace prever en el arranque que la violencia más cruel vaya a hacer acto de presencia. Hers apuesta en los primeros compases por sumergir al espectador en un relato con la apariencia de bildungsroman, de historia de aprendizaje, que funciona por el encanto de los actores, por el estilo naturalista que imprime el director a la historia y por la suave y delicada luz con la que captura cada vista de un París alejado de la postal turística o de la depresión de la banlieue. “He intentado evitar cualquier vecindario asociado a un grupo social en particular”, explica el director. “Quería filmar el París intercultural, el París del día a día, una ciudad con la que todos puedan identificarse. Es fabuloso entrelazar personajes en el tejido de la realidad, sumergir esa pequeña burbuja de ficción en un entorno que simplemente continúa con la vida cotidiana. Me hubiera gustado ir aún más lejos, pero, desafortunadamente, es cada vez más difícil filmar en la ciudad”.
Irrumpe la tragedia
En el filme seguimos los pasos de David (soberbio Vincent Lacoste, nominado al César al mejor actor), un joven espigado, solitario y soñador de 24 años que combina la poda de árboles para el ayuntamiento con labores de administración y mantenimiento de pisos turísticos. Una vida sin grandes ambiciones, pero sencilla y agradable, en la que aparece de repente una joven profesora de piano con la que establece una relación romántica.
El único vínculo familiar de David es su querida hermana mayor Sandrine (Ophélia Kolb), madre soltera de una niña de seis años, la Amanda del título. El protagonista en ocasiones tiene que cuidarla, sin mucho entusiasmo, y ejerce básicamente el típico rol del tío gracioso. Un día cualquiera, cuando las cosas parecen que marchan mejor que nunca para los hermanos, irrumpe la tragedia. El retraso en la salida de un tren hace que David llegue tarde a un pícnic en el bosque de Vincennes en el que Sandrine iba a presentarles a su nueva pareja a él y a Léna.
Cuando llega al lugar, solo encuentra las sangrientas secuelas de un asesinato en masa, en las que la cámara se detiene con turbadora calma, incidiendo en el shock que golpea al protagonista. “Me hubiera parecido indecente incluir una víctima ficticia de una tragedia real que acabó con tantas vidas y que ha ocupado un lugar en el universo colectivo”, comenta el director sobre su decisión de no recrear los trágicos sucesos de 2015, como el dela sala Bataclan. “Desafortunadamente, hubiera sido posible que tal ataque ocurriera en un pícnic en el bosque”.
Tras un fundido a negro –que llega en el momento preciso para que la secuencia no caiga en un sensacionalismo fuera de lugar– nos reencontramos con David a la salida del hospital y descubrimos que Sandrine ha muerto y que Léna ha sido herida de gravedad. El protagonista, ahora apenas más que un niño, roto por la pérdida y asustado por el futuro, debe hacerse cargo de Amanda.
A partir de aquí, el filme es en gran medida un estudio del duelo y de cómo afrontarlos pequeños dramas asociados a la muerte de un ser querido. No se detiene el director en cuestiones políticas ni mediáticas relacionadas con el terror yihadista. Sí en cambio en los pequeños detalles: desde el momento en el que hay que deshacerse delos objetos personales del fallecido, como un cepillo de dientes, hasta la manera
en que hay que tratar con allegados que desconocen la funesta noticia. “Mi objetivo es capturar cosas triviales, cotidianas, y prestarles belleza, lirismo y poesía”, asegura Hers. “Por ejemplo, en la casa de su hermana, David duerme en un sofá-cama. A pesar de que ya vive allí, es imposible que ocupe el dormitorio, especialmente por cómo haría sentir eso a Amanda. Mostrarle desplegando el sofá en la sala de estar fue muy importante para mí. Ese tipo de actos hablan de todos nosotros y a todos nosotros”.
El proceso de maduración de David que traza la película, obligado a ser cabeza de familia por las fatales circunstancias, tiene su piedra angular en pantalla en la sincera y cálida complicidad que establece con Amanda, interpretada con magnetismo por Isaure Moultrier. Mientras que David es quien se hace cargo de las cuestiones logísticas y mundanas propias de los adultos, es su sobrina quién parece más capacitada y madura para gestionar las emociones. Esto otorga a la dinámica que se crea entre ambos un punto original que conduce hacia un final tan emocionante y tierno como inevitable.
Truffaut y los atascos
Pero si el clímax es satisfactorio, está lejos de ser la secuencia más destacada de la película. Ese mérito corresponde al momento en el que David se derrumba en una estación de tren repleta de gente cuando se dispone a recoger a unos nuevos inquilinos.
“En ese momento, David es una figura triste y devastada”, explica Mikhaël Hers. “La escena no estaba en el guion, es una de las pocas que filmamos sobre la marcha. Quería capturar la angustia que repentinamente abruma a David, en medio de esta multitud que sigue avanzando. Truffaut dijo que el cine es la vida sin atascos. Me encanta Truffaut, pero yo opino lo contrario. Creo que el cine debe apropiarse delos atascos, encontrar una manera de incluirlos, hacerlos hermosos o conmovedores. Tengo la sensación de acercarme más a la verdad a través de momentos de calma y digresión que a través del ojo de la tormenta”.