Hubo un tiempo en el que el anime, o lo que viene a ser lo mismo: el cine de animación japonés, era tan sólo apenas conocido por ejemplos televisivos como Mazinger Z o Heidi, series que, más allá de su impacto sociológico y del espacio que ocuparon y siguen ocupando en el imaginario de los millones de niños que las vieron, casi no llamaron la atención de críticos cinematográficos o espectadores adultos.
Hoy, cuando se estrena en nuestras salas una joya como Mirai, mi hermana pequeña, el más reciente filme del director nipón Mamuro Hosoda, es evidente que esta situación ha cambiado radicalmente, y que el anime se ha convertido en una forma de expresión audiovisual respetada universalmente, que recibe el reconocimiento de festivales, certámenes y acontecimientos como los mismísimos Óscar de Hollywood. De hecho, el filme de Hosoda, una inteligente, tierna e imaginativa inmersión en el mundo de la infancia, a medio camino entre el costumbrismo y la fantasía más desbocada, no sólo ha acumulado un buen número de galardones y nominaciones en festivales como Valladolid, Sitges, Seattle, Montreal, el Nocturna de Madrid o Hamburgo, sino que fue nominado, precisamente, al Óscar a la Mejor Película de Animación, aunque finalmente perdiera frente a Spider-Man: un nuevo universo.
No es la primera vez que el anime llega hasta la codiciada estatuilla: en 2003, El viaje de Chihiro, una de las obras maestras de Hayao Miyazaki, sí consiguió el Óscar en su categoría, después de haber sorprendido en el ámbito cinéfilo y cinematográfico al alzarse también (ex aequo, eso sí) con el máximo galardón del Festival de Berlín, pero no en una sección o categoría de animación, sino dentro de la general de largometraje a concurso. Todo un impulso y un reconocimiento al intrínseco valor cinematográfico del formato más allá de sus características y lenguaje propio.
No cabe duda de que Mirai, como los anteriores y siempre excelentes largometrajes de Hosoda, es una muestra de la madurez que ha alcanzado el cine japonés en las últimas décadas. Pero nos engañaríamos si pensáramos que esto es algo reciente. En este 2019 se cumple el treinta aniversario de la muerte de Osamu Tezuka, considerado el Disney nipón y verdadero padre del cine de animación de su país. Aunque conocido sobre todo por personajes de manga y anime como Astroboy, dirigidos al público infantil, Tezuka dirigió, escribió y produjo también un buen número de filmes experimentales, además de largometrajes para adultos, llenos de humor y erotismo, como Las mil y una noches (1969) o Cleopatra (1970).
Seduciendo a la crítica
Otro hito no precisamente para todos los públicos, Belladonna of Sadness (1973), de Eiichi Yamamoto, adaptaba con estilo sensual y psicodélico la novela La bruja, de Jules Michelet. Lo que en realidad ha cambiado en torno al arte y la industria del anime es su recepción por parte tanto del público general, mucho más dispuesto que nunca a aceptar que la animación es siempre un medio y no un género en sí, como de la crítica cinematográfica, siempre reacia a considerar que este tipo de trabajos goce de la misma atención y apreciación que ese que llamamos, equívocamente, de "imagen real".
Después de fenómenos como Akira (1989), el clásico ciberpunk dirigido por Katsuhiro Otomo a partir de su propia serie de cómic y, si no me equivoco, el primer anime moderno para adultos estrenado en salas cinematográficas de nuestro país -considerado por muchos un filme de ciencia ficción a la altura de clásicos como 2001 o Blade Runner- quedó claro que la animación japonesa era mucho más que las mencionadas series infantiles o que fenómenos más recientes y complejos como Dragonball Z o Pokémon.
Ahora que Hayao Miyazaki se ha retirado voluntariamente, y tras el fallecimiento de su socio y colaborador Isao Takahata, creadores ambos de los fundamentales y fundacionales Estudios Ghibli, parece cada vez más evidente que Hosoda ha venido a tomar el relevo de un cine dirigido a todos los públicos, que no por tener como objetivo principal al espectador infantil y juvenil, pierde de vista la inteligencia, sofisticación y humor justos y necesarios para satisfacer también las expectativas del público adulto. Después de obras maestras como Wolf Children (2012) o El niño y la bestia (2015), Mirai es una nueva lección de cómo Hosoda es capaz de combinar la ternura y la emotividad sin caer en el sentimentalismo, haciendo alarde de un delicado equilibrio entre el retrato intimista y cotidiano de la vida familiar, que a veces nos puede recordar incluso a la obra reciente de Kore-eda, y la mirada fantástica de la infancia.
Perspectiva que todo lo transforma en un mágico mundo poblado por animales antropomórficos, viajes en el tiempo -una de las obsesiones de su autor, recordemos La chica que saltaba a través del tiempo (2006)- y una atmósfera de realismo mágico que alcanza su máxima expresión en el clímax final de la historia, gracias a un trepidante y fantasmagórico descenso ad infernos de la ciudad, cuya estética y ritmo vertiginoso resultan dignos de Lewis Carroll o de las fantasías del Dr. Seuss.
Fuera de los estudios Ghibli
Con sello absolutamente propio y autoral, Hosoda y su película -primer anime nominado al Óscar que no procede, precisamente, de los Estudios Ghibli-, hacen patente la madurez de un arte familiar, con una poética singular que, sin renegar de raíces y características netamente niponas, ha sabido llegar a todos los rincones del planeta. De hecho, Mirai, pese a ser desbancada en la antesala del Óscar por un producto tan netamente usamericano como el nuevo Spider Man animado (en absoluto carente de mérito, por otro lado), confirma sin embargo que el mundo del cine animado para todos los públicos no es ya, ni mucho menos, una exclusiva de Disney, Pixar o Amblin, y que el anime es hoy, en pleno siglo XXI, un lenguaje cinematográfico tan maduro, sofisticado y complejo como universal.