La película Mug, dirigida por Malgorzata Szumowska, plantea un apasionante reflejo de la vida en la provincia rural polaca con una mirada cargada de vitriolo y sensibilidad. El filme está ambientado en Swiebodzin, una villa cercana a la frontera con Alemania de apenas veinte mil habitantes que en 2010 inauguró la estatua de Cristo más grande del mundo. Con una altura de 36 metros, el gran orgullo de los locales es que la mole supera en altura al famoso Cristo redentor de Río de Janeiro, el referente en el que se mira la pequeña villa. La directora observa esta gesta con indisimulada ironía y sirve como contrapunto a la falta de verdadero espíritu caritativo de una comunidad ultrarreligiosa en la que el catolicismo es más un mecanismo de control social que un acicate para la bondad y la grandeza de espíritu.
El protagonista del filme es Jacek (Mateusz Kosciukiewicz), un joven aficionado al rock duro que lleva camisetas de Metallica y melena que trabaja como obrero en la construcción del Cristo gigante. Después de un accidente que le desfigura la cara, el peón de obra sufre un trasplante de rostro que le da un aspecto completamente nuevo y muy distinto del que tenía antes de la tragedia. Víctima primero de la estrechez de miras de un pueblo en el que su aspecto de heavy es observado con burla, Jacek descubrirá el verdadero mal que anida en su comunidad cuando se convierte en un monstruo y sufre el rechazo de sus seres queridos, empezando por una madre convencida de que ha sido poseído por el demonio y siguiendo por una novia de una banalidad aplastante.
Por momentos el filme de Szumowska, directora que obtuvo un gran éxito en toda Europa con Amarás al prójimo (2013), en la que veíamos la conflictiva homosexualidad de un párroco de pueblo, recuerda un poco al cine de Berlanga, con su acerado retrato de una comunidad súper católica en el que la moral se convierte en un elemento de castigo mientras el espíritu compasivo brilla por su ausencia. Empezando por esa estatua tan enorme como absurda o siguiendo por una delirante (y muy divertida) escena de un exorcismo, lo que vemos es una Polonia cateta y ultramontana en la que se da un completo catálogo de la mezquindad humana en todo su esplendor.
Rodada buscando la belleza de los planos y su carga simbólica, la cineasta juega con la idea del monstruo como espejo deformante de la sociedad. El triste destino de Jacek, que es abandonado por el sistema público de salud y parece abocado a ganarse la vida sirviendo como monstruo de feria, se convierte en una metáfora de un país en el que el progreso y la ciencia se abren camino a trompicones mientras las mentes y los espíritus permanecen en algo parecido a la Edad Media. Lo que vemos es un mundo de superstición, puritanismo a ultranza y miseria moral que hiela la sangre.