Es curioso la forma en que la cultura estadounidense ha logrado crear una iconografía cerrada en sí misma que funciona de manera autorreferencial. Con Estados Unidos nació algo más que un país, nació el mundo, y de esta manera los superhéroes de cómic vienen a ejercer el papel de mitos fundacionales. Si algunos miran a la Biblia o a los mitos griegos, Shyamalan considera los primeros tebeos de Superman o Batman la piedra de Rosetta de un universo pop que tiene la capacidad de explicar la totalidad del mundo. Todo esto se podría criticar si a M. Night Shyamalan, cineasta pulp por excelencia, le salieran malas películas. Pero como Tarantino, aunque su cine sea muy distinto, es un artista capaz de hacer buenas películas reciclando y dando nuevo sentido a la cultura popular pura y dura.
Con Glass Shyamalan cierra una trilogía que arrancó en un ya lejano 2000 con El protegido, en la que Bruce Willis daba vida a un hombre con poderes sobrenaturales que decide utilizarlos para ser un guardián del bien, y continuó recientemente con Múltiple, en la que veíamos todo lo contrario, un asesino en serie capaz de convertirse en una brutal bestia. La colisión entre el bien y el mal que representan ambos personajes es más que evidente en un universo maniqueo en el que, como en la literatura de superhéroes, ambas fuerzas suelen estar meridianamente claras.
Machacada por la crítica estadounidense, Glass es una película tan rara y personal como fascinante que está teniendo una acogida mucho más benigna en Europa. Ambientada en su mayor parte en un psiquiátrico, volvemos a ver a James McAvoy lucirse en su papel de psicópata con una veintena de personalidades (un regalo para cualquier actor que sabe aprovechar) y a Samuel L. Jackson (puro magnetismo) recuperar su personaje del turbio Glass, ese fanático del cómic con huesos de cristal que le amargaba la vida a Willis en El protegido. Los tres, encerrados y controlados en todo momento, son sometidos a un tercer grado por una psiquiatra (Sarah Paulson) que quiere quitarles de la cabeza que son personas extraordinarias para convencerles de que son seres normales y corrientes.
Shyamalan nos presenta un filme oscuro y claustrofóbico, de ritmo más bien lento y acción mínima, para hablar de dos temas: la capacidad de la sociedad para integrar en su seno lo extraordinario y la forma en que la vida se parece al arte, o al revés. De esta manera, esos superhéroes con talentos sobrenaturales se convierten en una metáfora del destino de las personas excepcionales en una sociedad dominada por la mediocridad. La correlación entre narrativa y vida real es un tema que obsesiona desde siempre al director de aquella mítica El sexto sentido (1999) o El bosque (2004). Los personajes de Shyamalan, como los directores de cine, se empeñan en encontrar un sentido y una narrativa al caos de la vida para encontrar orden donde solo hay incertidumbre. De esta manera, la cuestión de si la ficción quiere parecerse a la realidad o al revés queda resuelta. Los seres humanos, según Shyamalan, no solo inventamos historias, nos inventamos a nosotros mismos a través de ellas y, nos guste o no, estamos abocados a seguir una narrativa a la que no podemos escapar.