El actor Tomasz Kot es Wiktor, trasunto polaco de Humphrey Bogart

El director polaco Pawel Pawlikowski vuelve al blanco y negro de Ida con Cold War, nueva entrega histórica donde aborda la resaca de la Segunda Guerra Mundial y la convulsa relación de una pareja (interpretada por Joanna Kulig y Tomasz Kot) con destellos de Tarkovski, Bergman, Antonioni y Eisenstein.

Nacido en 1957, Pawel Pawlikowski escapó de su Polonia natal, controlada por el régimen comunista, a los 14 años. Junto a su madre, una bailarina, el futuro cineasta se exilió en el Reino Unido, donde estudió literatura y filosofía en la Universidad de Oxford y donde se labró una carrera como reputado director de documentales. Autor de un cine lírico y proclive a la ironía, Pawlikowski se inclinó, en su salto a la ficción, por explorar las posibilidades del drama romántico en el seno de producciones europeas aliñadas por la flamante presencia de estrellas de Hollywood. Mi verano de amor (2004), con Emily Blunt, y La mujer del quinto (2011), con Ethan Hawke y Kristin Scott Thomas, son buenos ejemplos de una senda creativa de carácter academicista que dio un vuelco gracias a la preciosista Ida (2013), película que significó el regreso de Pawlikowski a Polonia y que lo llevó a alzarse con el Óscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa.



Con Cold War, ganadora del premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cannes -y ya seleccionada como la representante polaca en los próximos Óscar-, Pawlikowski regresa a las coordenadas históricas y estilísticas de Ida. Abordando los prolongados estertores de la Segunda Guerra Mundial y abrazando el expresivo blanco y negro de su antecesora -una monocromía espesa que remite a la fotografía de Sven Nykvist para los filmes de Ingmar Bergman-, Cold War perfila una intermitente historia de amour fou que se ve golpeada una y otra vez por la brecha abierta en el corazón de Europa por la Guerra Fría. Así, combinando la economía narrativa de Ida con las pasiones atormentadas de sus anteriores filmes, la odisea romántica de Cold War hace gala de un vértigo elíptico y una profusión de paseos callejeros y besos furtivos, como no podía ser de otra manera en una película que busca tender puentes con algunos referentes totémicos de la modernidad fílmica europea. El amor nómada de la pareja protagonista se ve puntuado por sendas visitas a una iglesia abandonada que remite intensamente a la de Nostalgia del ruso Andréi Tarkovski, mientras la volátil personalidad de Zula, la heroína trágica del filme, remite tanto a la rebeldía indomable de la Harriet Andersson de Un verano con Mónica de Bergman como al angst rubio-platino de la Monica Vitti del cine de Antonioni.



Una pasión itinerante

El personaje de Zula está encarnado con un magnetismo etéreo y un resonante fatalismo por una deslumbrante Joanna Kulig, popular en Polonia por haber ganado en 1998 un concurso televisivo de talento musical con solo 15 años. Convertida en protagonista de populares filmes policiacos y comedias románticas de éxito en su país, Kulig se revela como un auténtico vendaval escénico en Cold War, que significa su tercera colaboración con Pawlikowski, después de interpretar a una amante ocasional del personaje de Ethan Hawke en La mujer del quinto y tras realizar un cameo musical en Ida. En una entrevista publicada por The Guardian, Kulig explicaba que, para preparar el papel de Zula, se inspiró en el talento artístico y el tormento personal de Amy Winehouse, así como en la relación entre Marilyn Monroe y Arthur Miller. Unos referentes anglosajones que ilustran la dimensión universal del convulso affair que relata Cold War, película en la que resuenan también los ecos de Casablanca, sobre todo en la figura del antiheroico galán de la función, Wiktor (interpretado por Tomasz Kot), un trasunto polaco de Humphrey Bogart, con su fachada cínica y su fondo de cordero degollado por el amor.



Sin embargo, como confesó Pawlikowski en la presentación del filme en Cannes, más allá de los referentes fílmicos, Cold War nació del deseo de dar cuenta del inestable y tempestuoso idilio que vivieron los padres del propio cineasta, una relación marcada por las separaciones, algunas buscadas y otras forzadas por condicionantes políticos. Un relato de marcado carácter personal que Pawlikowski enmarca en un ambicioso fresco histórico. La acción arranca en la Polonia rural de 1949, donde Wiktor participa en la formación de un grupo de jóvenes intérpretes con los que rendir tributo a la música y el baile folclórico nacional. Pronto, la encomiable iniciativa artística caerá en manos de la agenda ideológica del partido comunista, que dará forma a un espectáculo de tintes propagandísticos. Unas representaciones corales que Pawlikowski captura en imponentes encuadres ligeramente contrapicados que remiten a la épica grandilocuente del ruso Serguéi Eisenstein, aunque aquí el disciplinado fulgor de los jóvenes artistas aparece recubierto por un fino velo de ironía -pese a estar filmada en formato cuadrado, como Ida, Cold War sabe bascular con agilidad entre un registro íntimo y otro monumental-.



Joanna Kulig interpreta a Zula en Cold War

Tras un arranque contenido, la película se entrega al más desaforado vaivén romántico y dramático a partir de un viaje que realiza la compañía folclórica a Berlín, en 1952, cuando Wiktor y Zula, ya convertida en estrella del grupo, intentan escapar del bloque soviético. Una huida que inaugurará una colección de encuentros y desencuentros que tendrán como escenario principal el París de la segunda mitad de los años 50. Ni la Polonia campestre ni la cara más chic de la ciudad de las luces podrán sosegar el amor de estos amantes atormentados. Hay algo inquietante, casi opresivo, en la perfección plástica de Cold War. Las imágenes del filme, labradas con vocación pictórica, pecan en ocasiones de un cierto exceso decorativo. Sin embargo, la presencia esquiva de Kulig, una figura en permanente fuga, acaba imponiendo un principio de imprevisibilidad y aleja la película de la sombra del academicismo.



De Coltrane a Bill Haley

Como ocurría en Ida, donde una joven novicia descubría la belleza del mundo gracias al tema Naima de John Coltrane, Cold War se beneficia del interés de Pawlikowski por representar la fuerza transfiguradora del arte. En una de las secuencias más memorables del filme, Zula, convertida en exótica atracción del París bohemio, bambolea su cuerpo por una pista de baile al ritmo frenético del Rock Around the Clock de Bill Haley & His Comets. En los gestos arrebatados de Kulig, la actriz, confluyen el poder de convulsión de la música, la enigmática circulación del deseo y el palpable extravío existencial del personaje. Un entramado de ideas que dan cuenta del complejo retrato psicológico que propone Pawlikowski, esencial para sostener la elocuente tesis de fondo de Cold War: cuando la libertad artística cae víctima de la intransigencia ideológica, el único resultado posible es la catástrofe.