Una imagen de Reparar a los vivos, de Katell Quillévéré

Los nuevos trabajos de Volker Schlöndorff (Regreso a Montauk) y Katell Quillévéré (Reparar a los vivos), que se estrenan el 4 de agosto, reivindican la necesidad de los impulsos existenciales. La falta de química de la primera contrasta con la vigorosa narración de la segunda.

Ciertas películas nos muestran el frágil hilo que separa el brillo de la opacidad. Si además ponemos en relación dos filmes europeos, realizados por un veterano cineasta y una joven directora nacida en Costa de Marfil, como son el caso de Volker Schlöndorff (Wiesbaden, 1939) y Katell Quillévéré (Abiyán, 1980), el ejercicio de contrastes puede arrojar algunas conclusiones interesantes. Ambos parten de tramas sin apenas misterio: la posibilidad del reencuentro romántico en Regreso a Montauk (Shlöndorff) y un drama en torno a la donación de órganos en Reparar a los vivos (Quillévéré). Ponen en escena historias prácticamente anticipadas, pero si en el caso de Schlöndorff esa circunstancia frena sus intenciones, generando la sensación de que la película va siempre por detrás de lo que aspira a provocar (la conmoción sentimental), en el caso de Reparar a los vivos asistimos a un depurado y preciso ejemplo de cómo no importa tanto lo que nos está narrando sino el modo único, poderoso, en el que lo está haciendo.



Reparar a los vivos arranca con una secuencia muda y cuasionírica, de una belleza que nos invita a vivir el instante sin preocuparnos por intuir el molde de un argumento. No hay ningún impulso urgente por conocer a los personajes que se deslizan velozmente por la pantalla-el adolescente Simon y su grupo de amigos en bicicleta, monopatín y surfeando en el océano al amanecer- pues la impronta visual y el misterio de las imágenes se bastan a sí mismas sin necesidad de confiar en la promesa de un relato. En esa confianza trata de aferrarnos este drama sobre un corazón que une dos vidas muy alejadas entre sí, la de Simón y una madre de dos adolescentes, basado en la exitosa novela de Maylis de Kerangal (Anagrama, 2014), para acabar mostrándonos una visión humanista sobre el frágil milagro de la vida. La mañana de surf termina en trágico accidente (rodado con inventina poética), que conduce a Simón al coma inducido y cuando más adelante el relato cambie de atmósfera y tono para centrarse en una mujer con insufuciencia cardiaca, podremos finalmente montar el rompecabezas argumental.







Durante buena parte del metraje la cinta se disputa en el alambre de un publirreportaje del Ministerio de Sanidad, registrando minuciosa y hasta fríamente la mecánica completa de una operación de transplante cardíaco, desde la labor de solicitar el permiso de los familiares hasta el despertar de la anestesia. Ese es, si queremos, su único y exclusivo argumento: la esperanza en la que desemboca una tragedia, el trayecto que conecta el final de una vida con el principio de otra. Pero la sensibilidad con la que Quillévéré retrata a todos los seres humanos que hacen posible el milagro logra que desaparezcan los personajes secundarios. Hasta el más periférico de ellos merece atención y un tratamiento cálido, intrigante. En una sitiuación de vida o muerte como la que nos narra, la cineasta parece haber comprendido que la única prioridad es el instante presente, la vida.



Quillévéré comprende que la única prioridad es la vida. Schlöndorff aborda la posibilidad de escapar del pasado

Habremos podido ver las costuras del drama con anterioridad. Aunque condujo el relato hacia otro lado, González Iñárritu tomó por ejempo una historia similar para llevarla a su territorio tremendista en 21 gramos. Hay sin embargo una especial devoción en el modo en que Quillévéré se asoma a los pequeños mundos de sus personajes para formar un tapiz de seres humanos actuando con profesionalidad al ritmo de un corazón aún palpitante: el equipo que coordina las donaciones, los vuelos privados transportando neveras antisépticas, los duelos y las despedidas... No hace falta forzar el motor sentimentalista. El relato es esencialmente emotivo pero al mismo tiempo parece que el drama ha sido neutralizado cuando filma el bisturí hendido en el pecho, el corazón como un músculo extraño. A la directora le basta con registrar los pasos del proceso, sus mínimos detalles, mirar a sus criaturas con respeto y devoción. Estamos por tanto muy lejos de Inárritu pero muy cerca de Kieslowski, de las poéticas y cadencias del maestro polaco, incluso del sello estético del autor de Rojo, Azul y Blanco, cuyas imágenes resuenan una y otra vez en Reparar a los vivos, suturadas a la ensoñadora banda músical de Alexandre Desplat.







Hubo un tiempo en el que Schlöndorff fue tan relevante para el cine europeo como llegaría a serlo Kieslowski, pero el empuje y magnetismo de obras como El joven Torless (1966), El honor perdido de Katharina Blum (1975) o El tambor de hojalata (1979), todas ellas adaptaciones literarias, parece haberse evaporado del todo en su último trabajo, un guión original en torno a un novelista alemán presentando su última obra en Nueva York acaso como pretexto para reencontrar a una antigua amante.



Los ecos de Tú y yo, de Antes del atardecer, de Robin y Marian, de Bergman y Ophüls, nos llegan atenuados, casi inaudibles, por un guion caprichoso en torno a la imposiblidad de escapar del pasado. Ni tan siquiera la presencia de dos grandes intérpretes como Stellan Skarsgard o Nina Hoss -sin sintonía alguna- logran enderezar el rumbo de una historia que se muestra firme y atractiva en el retrato de su protagonista, la oscuridad y cinismo que esconde tras su fachada amable, pero que se descarrila en cuanto se adentra en el territorio de las pasiones románticas, precisamante en un hotel de Montauk, la playa en la que casualmente transcurría uno de los grandes relatos románticos del siglo, Olvídate de mí. Quizá la más radical diferencia entre las historias alrededor del corazón, entretejidas por destinos azarosos, de Regreso a Montauk y Reparar a los vivos, reside en algo tan sencillo como determinante: la convicción de que el impulso de vida (aquel del que carece la primera y reivindica la segunda) es lo único que realmente nos conecta. Lo único que es real.



@carlosreviriego