Albert Serra
El Festival de Cine Europeo de Sevilla, que arranca este viernes, presentará La muerte de Luis XIV, una de las conquistas más extraordinarias del último cine europeo. Coproducido por Francia y España, el cuarto largometraje de Albert Serra se encierra en las estancias regias para ver morir al Rey Sol, encarnado por el mítico Jean-Pierre Léaud.
Pregunta.- Frente a su anterior trabajo, Historia de mi muerte, su nueva película parece más clásica, más contenida.
Respuesta.- Siempre digo que esta película "podría ser un poco más loca". Efectivamente, en comparación con Historia de mi muerte, o del proyecto que hice para la Bienal de Venecia, Singularity, esto parece mucho más clásico. Pero esa contención está en el origen de la película: la propia idea imponía la unidad de acción, tiempo y espacio, y en ese contexto, resultaba muy difícil introducir cosas más excéntricas sin resultar grotesco. Que todo ocurra en esa habitación termina por definir la película, y además encaja con mi intención de que la película entera estuviera hecha desde el punto de vista del rey. La película nos coloca en su situación, bajo su percepción. Así, no hay ninguna información sobre las intrigas, los problemas de corte, del Estado o las mujeres, que él no sepa y nosotros sí. Somos testigos muy íntimos, muy cercanos, casi en permanente diálogo con él, a través de nuestra mirada. Como si fuéramos unos cortesanos más, en su habitación.
P.- ¿Estaba en el origen del proyecto también esa desdramatización de la muerte, esa renuncia a la dramaturgia?
R.- La clave en la película es Jean-Pierre Léaud y su interpretación: muy sutil, muy compleja, muy misteriosa. Todavía me asombra cómo consigue guardar el misterio, ir dosificándolo en pequeños detalles, hasta el final de la película. Y me sorprende que pese a las acciones repetidas, pese al encierro, los espectadores no solo no se aburren, sino que se mantienen pegados. Creo que tiene que ver con cómo Léaud insufla ese misterio constante, manteniendo una tensión creciente en cada pequeño gesto. Además es muy chocante su imagen, tan viejo.
P.- Impresiona su rostro, cómo va degradándose...Quiero hacer películas sobre el pasado pero en presente, que se vivan hoy, evitando los clichés, las imágenes definitivas y estereotipadas, sin ataduras a expectativas"
R.- Hay algo de trabajo de maquillaje, de vestuario, y algo muy sutil con sus ojos conforme la película va avanzando, pero es muy tenue, porque toda la fuerza recae en su interpretación. Yo ni tan siquiera quería maquillaje. Me gustaba su aspecto de soberano, de alguien poderoso, que está por encima de todo, y que fuera él quien a través de la mirada va dejando ver los primeros indicios del resquebrajamiento de su autoridad y su cuerpo. Y que eso apareciera de manera espontánea, muy sutil, y no como parte de un discurso definido de entrada. Es el problema de las películas históricas, que he tratado de evitar: quiero hacer películas sobre el pasado pero en presente, que se vivan hoy, evitando los clichés, las imágenes definitivas y estereotipadas. Cada idea, cada significado, debe estar en tiempo presente, recuperando la espontaneidad de aquellas películas que no están atadas por sus referencias históricas ni por las expectativas.
P.- Ese trabajo sobre la historia, en presente, ¿cómo se aborda en los diálogos?
R.- Es muy interesante: los diálogos están construidos también sobre esa idea. Teníamos que utilizar un francés que remitiera al pasado, con expresiones arcaicas y retórico, en tercera persona, pero al mismo tiempo logrando que fuera un idioma en presente, con margen para las reacciones espontáneas, que no pareciera sacado de una obra de Molière. Así que trabajé en una mezcla, también en el tipo de actores. Había dos actores franceses muy acostumbrados por su trabajo teatral a usar este tipo de lenguaje, pero debían hacerlo en uno de mis rodajes, que son una locura, porque los mezclo con actores no profesionales, gente del lugar.
Una imagen de La muerte de Luis XIV de Albert Serra
P.- ¿Y el trabajo con Léaud? Apenas habla, va desapareciendo progresivamente.R.- Con Léaud ocurría algo similar: es vanidoso como actor, y esa grandeza, esa fuerza que transmite proviene más del actor que del personaje, de un actor que no quiere que le roben espacio en el plano. Él nunca había rodado como yo ruedo, con tres cámaras, y es consciente de que su magia no es con los demás actores, sino con la cámara, que es con quien ha mantenido siempre una relación muy fuerte. Enseguida descubrió que había perdido esa posibilidad, que ya no era el centro, porque el rodaje fue muy oscuro, las cámaras grababan todo el rato, se movían durante las escenas, y él no sabía qué plano le estaban haciendo en cada momento.
R.- Lo asumió. Y eso ayudó a que todo el imaginario que asociamos a las representaciones de la historia se fuera diluyendo. Lo que quedó es él, actuando como Luis XIV, pero haciéndolo de forma mucho más rica y poderosa, en tiempo presente, y reaccionando a lo que ocurría en el rodaje. Jean Douchet dijo que mis películas no se basan en "la dramaturgia de la acción sino en la dramaturgia de la presencia". Y es muy cierto en ésta también. La película es muy simple: un personaje hace cosas que generan ecos. Eso, sumado a su progresivo acercamiento a la muerte genera una dramaturgia natural. Todo se vuelve más relevante, más intrigante. Y ese pequeño misterio que Léaud mantiene en vilo, sin que decaiga, pero sin exagerarlo, es lo que sostiene la película.
P.- Como en sus anteriores filmes, hay un trabajo materialista, con la degradacíon de la carne, pero también una suerte de ruptura espacio-temporal, como si la habitación fuera un agujero negro.
R.- Hay, claro, una aproximación materialista, pero sobre todo un trabajo con el tiempo y el espacio basado en una discontinuidad de las elipsis de imagen y sonido. Hay momentos en que los personajes cambian, desaparecen unos, aparecen otros, pero el sonido permanece estable; y otros en los que ocurre lo contrario, generando una cierta incoherencia en la que todo cambia y todo sigue igual. Esas discontinuidades crean inconscientemente un ritmo sensual, misterioso, como si estuviéramos en la mente del enfermo, perdiendo la conciencia del tiempo y el espacio.
P.- ¿Cuál es su idea del largo plano en que el Rey mira a cámara mientras suena la música de Mozart?
R.- Fue un plano que rodamos sin demasiada convicción, casi por azar, pero que en montaje descubrimos que tenía una enorme fuerza. Normalmente, cuando un personaje mira a cámara, es algo brechtiano, que expulsa al espectador del relato. Aquí lo curioso es que ese plano no nos expulsa de la película, sino que nos introduce todavía más en su intimidad. Quería desdramatizar la muerte, despojarla de los últimos gestos, no caer en la muerte como una especie de reafirmación de la vida. Es lo que he vivido con mis abuelos: una muerte banal, acompañada en este caso de la pompa monárquica, junto con la absurdidad de los médicos. Quería hacer algo nada grandioso, como una vela que se apaga progresivamente, hasta que de pronto ya no está, y todo continúa igual. La banalidad de la muerte.
@gdpedro