Carne y espíritu de Michael Cimino
Michael Cimino
Muere a los 77 años el director de El cazador y La puerta del cielo, el cineasta más extravagante, fantasmal y ambicioso del Nuevo Cine Americano. Posiblemente también el que mayor genio volcó en su escueta, pero épica filmografía, de apenas siete largometrajes.
De todas las películas que uno conserva en el almacén de la memoria como irrefutables obras de arte, por mucha irregularidades que las recorran, probablemente solo hay una que no he querido volver a ver cuando he tenido la oportunidad de hacerlo. No sé muy bien los motivos, ni sabría explicarlos, pero tienen que ver con el temor al desencanto y la decepción. Esa película es La puerta del cielo (1980). Fue tan venturosa la dicha de descubrirla -aunque fuera en su versión mutilada- que no quería impugnar la experiencia con su repetición. ¿Qué recuerdo? Un baile filmado a medio camino entre Max Öphuls y Michael Snow, un violinista en patines, muchedumbre y polvo, caballos muriendo. Cordura y delirio en convivencia. Kris Kistofferson y mucho fuego. Las tripas del exterminio. Su histórico rodaje de 165 días y presupuesto casi ilimitado es uno de los capítulos más glosados por el historicismo cinematográfico: el hundimiento de United Artists, los estudios que crearon Chaplin y Griffith y Pickford, y de todo un sistema de producción en los años setenta. En verdad, Cimino solo se aprovechó del mismo endiosamiento al director del que ya habían sido víctimas y benefactores Francis Ford Coppola (Apocalypse Now), Steven Spielberg (1941), William Friedkin (Carga maldita) o Warren Beauty (Reds). La tiranía del autor hacía estragos en Hollywood, o lo que quedaba de él. El humillante fracaso de La puerta del cielo -su recaudación no llegó ni al 5% de la inversión- fue acaso la última palada de arena sobre el ataúd del llamado Nuevo Cine Americano.
Cimino venía de debutar en el cine con dos obras de un poder inusual: Un botín de 500.000 dólares y El cazador, probablemente la mejor película posible sobre las devastaciones psicológicas (individuales y colectivas) de la guerra de Vietnam. Para qué repetir lo que ahora se repite hasta la extenuación, hasta que las imágenes pierden su sentido. Pero hagámoslo: la larguísima boda de inmigrantes polacos, la camaradería y el salvajismo, el ciervo en el punto de mira de Robert de Niro, la guitarra nostálgica de Stanley Myers, la belleza de marfil de Meryl Streep, la ruleta rusa del Vietcong, por supuesto, la sangre y el sudor, la parálisis y el sufrimiento, el rostro enajenado de Christopher Walken, el fétido antro de ludopatía y muerte, la devastación funeraria del God Bless America. La monumentalidad de El cazador sigue hoy intacta, las ondas sísmicas de su lirismo han alcanzado a directores de todas las geografías y edades, con James Gray a la cabeza. Las proporciones monstruosas del filme ya anidaban la semilla del exceso que acabaría devorándole. Si esta película no existiera, Vietnam sería otra cosa (sin duda, menos real) en el recuerdo y los traumans norteamericanos.
Pero el fracaso de su llamada a las puertas del cielo no fue en realidad el gesto de perdición de Cimino, quien, para qué negarlo, nunca dejó de sentirse Napoleón. Quizá debajo de aquel anti-western, como han señalado, había un ideólogo antiestablishment dispuesto a revelar las fisuras de la mitología fundacional de América. Poco se sabe que Cimino fue el director que tomó las riendas de Footloose (1984) antes de ser expulsado y sustituido por Herbert Ross. La industria le dio otra oportunidad -no cabían dudas sobre su talento para embriagarnos en la energía y el sudor de los bailes y las fiestas-, pero al ver que el cineasta no había aprendido la lección, que seguía ensimismado en delirios de grandeza y demandas extravagantes, le apartó del rodaje. Su vida pasó a convertirse en una evidiable promesa de proyectos nunca realizados o, en el mejor de los casos, culminados por otros. Quedará en el catálogo de las películas imposibles esa adaptación dostoievskiana que escribió con Raymond Carver. Y aún tuvo tiempo de entregar otra gran película, para algunos de igual calibre que las precedentes, Manhattan Sur, donde Mickey Rourke se lanzaba a la espiral de violencia de Chinatown, donde la rugosidad de las imágenes nos interpelaba con cinismo y crueldad, como una extraña forma de poesía.
La rugosidad, la carnalidad, el olor... los destellos del cine de Cimino que permanecen en nuestras visiones están asociados a la emoción de lo físico, al modo en que los personajes rompían la pantalla para deconstuir un relato del que nunca fueron dueños. En sus mejores momentos, el cine de Cimino confabulaba los límites de la realidad con el sentimiento de pertenencia a un grupo, una comunidad. Sus relatos nos atrapaban por las vísceras como lo hicieron Fuller o Ray, pero con el objetivo de condensar el pensamiento en la emoción de la historia, como lo hacían Ford o Hawks. Llevó la tragedia hasta ciertos límites de la pantalla, y desde entonces marcó nuevos límites a los que le siguieron. El efecto de devastación de El cazador es aún hoy insuperable. Escribió sobre las estructuras míticas del imaginario americano para llevarlo a su propio territorio de outcasts y empresas quijotescas, al tiempo que protagonizó una de las leyendas más glosadas de la historia del cine.
Cimino fue el fantasma más extravagante de su generación, quizá el de mayor talento, también el más problemático para los estudios. Su desaparición, a los 77 años, ha nacido rodeada de misterio, con versiones contradictoras, y ni siquiera se tiene a ciencia cierta si nació un 3 de febrero del año 1939 o no. Tampoco se sabe si murió bajo el signo femenino, pues nunca confirmó el aparente cambio de sexo que su imagen depilada y reconstituida, desde su reaparición en 2001, inducía a creer. Recibió los laureles de los Oscar, de Cannes en su 60 aniversario, y también de Venecia y de Locarno, y por supuesto de la más circunspecta de las corrientes críticas. Su historia será acaso contada como la del mito de Ícaro en Hollywood, de ascenso y caída más fulgurantes, pero incluso en la retaguardia mantuvo su secreta ambición y su sentido poético bien alertas. Un ilustrado crítico de cine español me dijo que su último filme, The Sunchaser, es "una obra maestra absoluta". Yo sentí su espíritu fordiano, pero no la poesía.
Aunque se está conviertiendo en una fea costumbre esto de escribir obituarios de hombres y artistas que nos han abierto los ojos a mundos importantes, seguramente ya ha llegado el momento de volver a La puerta del cielo. La edición reciente en Blu-Ray de un corte de más de cinco horas, supuestamente definitivo, invita desde luego a hacerlo. Pero lo que se recuerda de los hombres, como de las películas, nunca es el argumento de sus vidas, sino cierta energía y espíritu. El fantasma de Michael Cimino siempre recorrerá la mejor tradición del cine americano. Su energía lo propulsa y su espíritu lo custodia.