Durao se arroja al infierno de la carne en La venganza de una mujer

La venganza de una mujer, de Rita Azevedo Gomes, se propone como un ejercicio de cine tan calculado e inteligente como conmovedor en su perfección. Protagonizada por Rita Durao, es uno de los más bellos y excitantes trabajos que pueden verse este año en nuestra cartelera.

La venganza de una mujer, de Rita Azevedo Gomes, es un ejercicio de cine tan tenue como desgarrado, tan aparentemente fútil como descomunal. Pero sobre todo es exactamente lo contrario a sí mismo: inaprensible por perfecto. Se diría que la película, sin duda uno de los más bellos y excitantes trabajos que se puede ver este año (aunque su fecha, la de estreno, sea de 2012), se quiere a sí misma como una permanente contradicción; una paradoja inestable que se ofrece al espectador como una delicada, y brutal a la vez, herida en el propio tiempo. Es real con la misma fuerza con la que se pretende sueño.



Sobre el papel se trata de la adaptación de un drama de aroma decimonónico firmado por Jules Barbey d'Aurevilly. También es la historia desproporcionada y cruda de, como dice el título, una mujer ultrajada. Si atendemos al planteamiento formal, estamos delante de un relato hablado que discurre sobre la pantalla con el estatismo teatral de lo definitivo.Y, sin embargo, es justo lo opuesto. El diálogo alcanza por momentos el éxtasis de lo grotesco obligando a repensar el sentido mismo de lo que significa adaptar un texto. La relectura es tan arriesgada y febril que, finalmente, nada tiene que ver lo escrito con lo representado. Y la imagen, que podría resultar tan queda como paralizante, en realidad adquiere en su inagotable belleza el significado profundo de lo totémico. Nada más lejos de la simple escenificación que La venganza de una mujer.



Estamos en una especie de teatro. Y decimos especie porque la directora quiere que el límite de la superficie del espejo, de la pantalla, nunca quede claro. No lo es, como no está dada la relación entre la verdad y el relato que la hace adquirir la virtud de lo cierto. Un narrador se dirige al patio de butacas y nos introduce en la historia trágica de una mujer anclada en uno de los siglos pasados. Se trata, o eso parece, de una prostituta. No lejos, un galán aburrido juega a entretener el tiempo con un acto de sexo, sucio, triste y desapasionado. Puro divertimento. Y justo en ese momento, la pantalla se transforma en el escenario inestable y roto de una vida ella misma fracturada. La dama, en realidad, esconde en su interior una trágica historia de amor sobre la que ha levantado la más salvaje de las venganzas. Ella misma se ofrece como el verdugo y la víctima del crimen de su poderoso marido. Éste asesinó a su amante y ahora vende su cuerpo para mantener vivo el recuerdo de su pasión efímera y para herir en su desmedido orgullo al sujeto de su afrenta. Es puta por pura nobleza, por mantener el alma intacta.



La idea es siempre desarmar el artefacto de la narración para alcanzar el sentido más hondo del dolor, de la emoción. Entre la verdad y su imagen, la directora, deudora del mejor Oliveira, levanta una bien tejida tela de araña para atrapar la mirada del espectador en todas sus dudas, incluidas las más profundas. Por dolorosas. Y así hasta confeccionar una deslumbrante obra maestra tan calculada como, directamente, en llamas; tan conmovedora como pautadamente reflexiva; tan ridícula como sublime. Nada provoca tanto vértigo como un espejo enfrente de otro. Y sobre esa idea se levanta la propuesta de Azevedo Gomes. El artificio de la representación es de golpe anulado en el vaciado de una imagen sin referente. De la misma manera, el personaje interpretado magistralmente por Rita Durao se arroja al infierno de la carne para salvar el recuerdo de la más sutil de las miradas, del simple tacto cálido de la piel dulce. Y amada. Hasta el vacío. Perfecta.



@luis_m_mundo