Dolores Fonzi protagoniza Paulina, de Santiago Mitre

Santiago Mitre retrató la corrupción argentina en los pasillos universitarios de El estudiante. Ahora, con Paulina, se traslada a una comunidad indígena para proponer una tensa fábula sobre la lucha de clases y las perversiones democráticas.

El segundo largometraje del argentino Santiago Mitre, Paulina, exhibe, al igual que su debut con El estudiante (2011), la virtud de la inteligencia política y metafórica. Al tiempo que narra un terrible drama con un pulso cercano al thriller rural, establece una reflexión sobre las dificultades democráticas en Argentina y, también, sobre el papel de la emancipación femenina en la sociedad. El plano secuencia final sobre el rostro de la protagonista, Paulina (Dolores Fonzi, a quien hemos visto recientemente en Truman de Cesc Gay), que camina decidida hacia cámara durante varios minutos, emana como la vindicación de una mujer que ha llevado hasta el extremo su compromiso de educación cívica y democrática pero a cuya determinación se impone un sistema patriarcal y pervertido. Pero es mucho más sencillo ceñirnos a los hechos.



Paulina es una joven abogada de izquierdas con un futuro prometedor, pero en la primera escena del filme le comunica a su padre, un influyente juez (Óscar Martínez), que ha decidido abandonar su trabajo y su doctorado para emplearse como maestra rural en una comunidad indígena limítrofe con Paraguay. Su ambición pasa por "cambiar el mundo" y establecer una pedagogía democrática en aulas donde los niños (y los adultos) no saben si viven en una monarquía o una república. Mediante una elipsis sobrecogedora, Paulina será víctima de una violación en grupo por parte de sus alumnos. En ese punto, la narrativa recula para mostrarnos los dos puntos de vista, el de la víctima y el de los agresores. Dos caminos que confluyen en la abyección para romper la elipsis, mostrar finalmente el crimen. Comprenderemos el porqué cuando el guión emplee la misma estrategia dramática algo más tarde: con la víctima y con su padre, todopoderoso magistrado. Dos caminos que confluyen en otra clase de abyección, la cometida por los aparatos del Estado.



Interrogantes sin resolución

El desequilibrio del relato se produce cuando Paulina decide no denunciar a sus agresores. No quiere avivar la llama de la violencia: sabe que apenas lo haga, la justicia se ensañará, torturas mediante, con los agresores de la hija del juez. El filme de Mitre se aventura a plantear interrogantes sin resolución democrática. Del mismo modo en que los pasillos universitarios de El estudiante se ofrecían como un espacio metafórico de la corrupción del país y de las perversiones ideológicas del peronismo, en Paulina un pueblo analfabeto se ofrece como escenario de una fábula sobre la lucha de clases y las perversiones de la democracia. Pero acaso el trayecto más decidido y emotivo del filme, ese con el que termina, es el de su militancia feminista en un mundo donde ningún hombre, ni siquiera menor, está libre de culpa.



Todo esto lo envuelve el director argentino en una pátina de thriller rural, que nos puede hacer pensar por momentos tanto en El pueblo de los malditos (1960, Wolf Rilla) como en la asfixiante atmósfera de Perros de paja (1971, Sam Peckinpah), si bien la película privilegia la exposición de los hechos sobre los mecanismos psicológicos, cuyas corrientes ideológicas concentra en la acalorada conversación que mantienen padre e hija al principio de la película. A partir del exordio, el filme nos conduce con soterrada tensión y de la mano de excelentes interpretaciones por una incómoda, desarticulada trama de cuyo conflicto nos invita a ser víctima, agresor y juez, pero sin perder de vista el trayecto moral de cada personaje. Lo que podría haber sido una "fantasía romántica de mochilera adolescente", en palabras del juez, adquiere cualidades tan sombrías como quijotescas cuando emerge la pesadilla.



@carlosreviriego