Las buenas intenciones
Sicario de Denis Villeneuve
Denis Villeneuve pretende sin éxito filmar el narcothriller definitivo con Sicario, mientras los franceses Stéphane Brizé y Valérie Donzelli presentan en el Festival de Cannes dos cintas de contenido y resultados opuestos.
Un convoy policial atravesando Ciudad Juárez rodado con frenesí y cierta aspiración documental, para terminar en un impactante tiroteo en la frontera (frente a este tipo de escenas comprendemos por qué Michael Mann es tan bueno), es la secuencia más memorable del filme, articulada con tensión y catarsis, así como el personaje y la interpretación del gran Josh Brolin, actor que en cada película nos gusta más. Más allá de eso, la sensación de déjà vu es constante, aunque nada hay realmente que reprocharle a una película capaz de cumplir sobradamente con sus obligaciones con el género que aborda, si bien la sombra de sus precedentes es demasiado visible. Su ambición pasa por entregar el narcothriller definitivo, pero solo su ambición.
La trama mayor es bicéfala en todo caso, y esto añade interés a la propuesta. La misión policial se hibrida con un relato de vendetta propulsado por el carisma de Benicio del Toro (déjà vu de Traffic), monolítico en su registro, aunque tan eficaz como siempre. Villeneuve se mira en el espejo de la Bigelow hasta para rodar una action-piece nocturna en visión infrarrojo, a través de un túnel en los subsuelos de la frontera, añadiendo una visión subjetiva en blanco y negro de códigos binarios que no termina de seducir ni justificar narrativamente su empleo. Nos lo hemos pasado bien con esta enésima exploración sobre el callejón sin salida del narcotráfico en El Paso y Ciudad Juárez, con sus corrupciones policiales y elementos bien conocidos, pero Sicario no termina de transmitir el salvaje infierno de crueldad y archiviolencia del crimen mexicano que tanto fascina a Hollywood -aunque dramáticamente no utiliza del todo mal el fuera de campo-, algo que ya queda claro en la infructuosa tentativa fincheriana del arranque con el desmantelamiento de una casa de los horrores.
Marguerite & Julien de Valérie Donzelli
Después de la ofensiva Mon roi de la actriz y directora Maiween (¿qué demonios hacía ese engendro en la sección oficial, es más, en el festival?), una histérica banalidad que se quiere "necesaria" película sobre el maltrato de género, hemos visto otras dos películas francesas -y aún queda una- bien distintas entre sí: la apreciable Loi du marché de Stéphane Brizé y la muy fallida Marguerite & Julien de Valérie Donzelli. Empecemos por esta última para sacarnos cuanto antes su recuerdo de encima. Donzelli nos había conquistado con el tono y la inteligencia y la originalidad del drama familiar Declaración de guerra. Cambia ahora de registro para sumergirse (sin sumergirnos) con insensatez en una fábula romántico-incestuosa que pretende combinar la calidez del cuento infantil con la subversión moral adulta, a partir de un guion que escribió Jean Gruault hace 45 años en torno a un hecho histórico acaecido en 1603 para que lo filmara François Truffaut. Afortunadamente para él, el autor de El niño salvaje no ha tenido que comprobar en qué se convertía el proyecto.Marguerite & Julien es el relato a través del tiempo de unos hermanos incestuosos estigmatizados por la familia y convertidos en fugitivos, que se quiere contado con cualidad inmortal y legendaria, pues la historia que transcurre en pocos años atraviesa varios siglos: desde los carruajes a los helicópteros. Los simbólicos anacronismos -un romance sin edad- no hacen sino distanciarnos del asunto. El filme pretende encontrar su tono con un pastiche entre la película de época, la cultura pop y el cuento infantil. En su empeño posmodernista entierra todo lo que podría haber aportado el Truffaut de Las dos inglesas y el amor al relato y regurgita algunas ideas de Sofia Coppola -con un chusco plagio de Maria Antonieta- y hasta de Terrence Malick (tanto Badlands como To the Wonder), banalizando una historia de amor prohibida por los códigos morales y perseguida por tierra, mar y aire por el Estado y la Iglesia.
El resultado es innane, a veces deplorable. Acaso solo la hermosura de muñeca de Anaïs Demoustier, sublimada en una secuencia de revelación fotográfica, nos mantiene atentos a lo que ocurre en la pantalla. También las esforzadas (aunque breves) interpretaciones de Frédéric Pierrot y Aurélia Petit, atormentados padres de las pecaminosas criaturas. El amor paternal entrega mayor emoción (aunque irrelevante) que el romance fraternal. Y eso debería bastar para darnos la medida del fracaso.
Loi du marché de Stéphane Brizé
Se agradece en propuestas como éstas, que buscan destellos de humanismo en el contexto presente de la depredación laboral, que no se deslicen ni hacia la predicación política ni hacia el efectismo dramático, huyendo del afán sermoneador y los baratos sentimentalismos de las cintas de Ken Loach. Se agradece su honestidad con el tema que está tratando y con su consecuente apuesta formal, aunque pueda sobrar alguna decisión de guión para ampliar el espectro de la denuncia social, como los efectos de los recortes a la minusvalía que afectan al hijo discapacitado de Thierry. No es la mejor de las películas que radiografían desde el drama familiar las consecuencias de la crisis económica y sus prácticas inhumanas en la política de austeridad europea, pero es lo suficientemente relevante y eficaz en sus intensiones y resultados como para apreciarla. Tampoco extrañaría que recogiera algún premio.