Juliette Binoche y Rinko Kikuchi en un fotograma de Nadie quiere la noche.
A Isabel Coixet siempre le han gustado las situaciones extremas en las que se dirime la vida y la muerte, abismo que ha explicado en numerosas ocasiones a través de enfermos terminales (esa Sarah Polley de Mi vida sin mí o el Tim Robbins de La vida secreta de las palabras). Nadie quiere la noche, quizá su mejor película, que ha sido presentada esta mañana en Berlín, tiene guión de Miguel Barros (Blackthorn) pero es una película "coixetiana" hasta la médula. En esta ocasión no hay enfermo de por medio, pero sí una mujer, una pletórica Juliette Binoche enfrentada a los propios límites de la existencia. Amante como es la directora de los espacios abiertos e inabarcables (la América profunda de Cosas que nunca te dije o la plataforma petrolífera en medio de la nada de La vida secreta de las palabras) esos paisajes antárticos en que se desarrolla el filme son la guinda de una producción en la que la directora puede desarrollar a fondo su talento y sus mejores virtudes.Nadie quiere la noche está inspirada en la historia real de Josephine Peary, una señora de principios de siglo casada con el explorador Joseph Peary, quien se adjudicó el logro de ser el primer hombre en llegar al Polo Norte geográfico, de educación exquisita y buenas maneras. Josephine, mujer de armas tomar, viaja hasta el Ártico para reunirse con su esposo y compartir con él el glorioso momento en que alcance esa cima contra la opinión generalizada de que es una locura. Dividida en dos partes, los primeros cuarenta minutos son los de una buena película de aventuras. La brutalidad de un viaje en medio de un paisaje helado e indómito sirve a Coixet para crear imágenes espectaculares y de enorme belleza con un sabor que nos remite a los viejos clásicos del cine de aventuras, ése que prefiguró Jack London en sus novelas, situado en un tiempo en el que aún existían parajes desconocidos y lugares inhóspitos.
Nadie quiere la noche podría haber sido una muy buena película de aventuras y no habría pasado nada. Hay emoción y hay tensión en esas escenas de ese Polo Norte traicionero en el que el hielo se rompe y el mal tiempo destruye vidas. En una composición espectacular, Juliette Binoche capta todos los matices de un personaje luchador y cargado de prejuicios, una señora de la alta sociedad americana convencida de estar un peldaño por encima de casi todo el mundo. Pero de repente la película cambia y se convierte en el duelo entre dos actrices excepcionales, Binoche, y Rinko Kikuchi, a la que conocemos por Babel o Mapa de los sonidos de Tokio, en la piel de una esquimal. Por azares del destino, ambas acabarán reunidas en una misma cabaña, en medio de la intemperie, esperando al hombre que aman y resulta ser el mismo.
Asistimos entonces a un duelo interpretativo de gran altura muy bien rodado y dirigido por la directora catalana. La comunicación entre Binoche y la esquimal, dos mujeres de entrada totalmente distintas, va alcanzando cotas de intimidad y profundidad en un viaje de descubrimiento mutuo transformador. Binoche capta con una sutileza memorable las contradicciones de un personaje prisionero de su ambiente burgués y su cambio interior resulta creíble, matizado y emocionante. A todo esto hay que añadir que Nadie quiere la noche es una película maravillosa de ver en la que los áridos paisajes del Polo están reflejados con una belleza sobrecogedora. Por las venas de Nadie quiere la noche circula la sangre de un clásico.