Benedict Cumberbatch interpreta a Alan Turing en The Imitation Game.
En las últimas páginas de Las ilusiones perdidas, de Balzac, el avieso sacerdote español Carlos Herrera ilustra a su protegido con numerosos ejemplos de ingratitud y nos cuenta la historia de Juana de Arco, que después de salvar a Francia fue quemada, o del cardenal Richelieu, que se quedó durmiendo tranquilamente mientras ejecutaban al noble que había favorecido su prosperidad. La ingratitud, concluye el cínico clérigo, es rasgo esencial de los hombres, que no quieren deberle nada a nadie ni que otros se cuelguen las medallas que quieren lucir ellos. La ingratitud es también la principal conclusión de la trágica historia de Alan Turing, el científico del siglo pasado que descifró el código secreto de las comunicaciones alemanas durante la II Guerra Mundial, siendo decisivo en la victoria aliada. Fue el pionero de la era digital que hoy vivimos pero acabó suicidándose cuando el gobierno británico lo pilló manteniendo relaciones homosexuales e imponiéndole la infame condena de la castración química. De esta manera, el joven (se mató a los 41 años) que salvó a Inglaterra de una barbarie aun mayor acabó su vida en la más absoluta de las miserias. Mayor ingratitud, imposible.The Imitation Game, que está triunfando en las taquillas, nos cuenta esta historia haciendo especial hincapié en ese final tan trágico como espantosamente injusto, así como profundizando en la personalidad del propio Turing, al que da vida con el talento conocido Benedict Cumberbatch, un actor con algo de aspecto de extraterrestre que pone rostro a las cuitas de un genio de libro, tan inteligente y brillante como poco ducho en las relaciones sociales y definitivamente "raro" para sus contemporáneos. Los genios, es sabido, deben soportar la carga de adelantarse a su tiempo, padecer las humillaciones de quienes son sus coetáneos temporales pero habitan varios años mentales por detrás y enfrentarse a un mundo que no está preparado para comprender los frutos de su genio. Como se dice en la propia película varias veces, "aquellos de quien nadie imagina nada son capaces de hacer lo inimaginable" o algo por el estilo. Ya sabemos que Hollywood suele necesitar resumir su mensaje en una frase rimbombante para que no solo quede claro, también para que tenga ese efecto balsámico del que en realidad la tremebunda historia de Turing carece.
Dirigida con trazas clasicistas por el sueco Morten Tydlum, a quien admiramos por su trabajo en Headhunters, The Imitation Game es una película bien contada y ortodoxa hasta el tuétano que se mueve en el equilibrio constante, y no del todo fácil, entre encontrar un tono amable y apto para todas las audiencias sin desvirtuar del todo la carga de brutalidad que se extrae de una historia que sirve como ejemplo paradigmático de la maldad intrínseca de las convenciones sociales, en este caso la homofobia, logrando un filme tan convencional como disfrutable y, hasta cierto punto, cobarde. La homosexualidad no es solo una tendencia sexual, es también una tendencia afectiva (los gays se enamoran de otros hombres, no solo los desean) y el filme nos muestra a Turing como un loco obsesionado con su trabajo, cosa que al parecer no fue, ya que fueron varios los amores del genio, no solo los polvos.
Quizá sería pedir demasiado a un filme que prefiere contentarse con hacer llegar su mensaje a muchos antes que llegar hasta sus últimas consecuencias. Afortunadamente, mucho han avanzado los derechos civiles desde entonces pero la ingratitud, en cualquier caso, sigue tan viva como siempre. Y desde luego, los seres extraordinarios lo tienen probablemente igual de difícil en todas las épocas. Como nos recuerda Nietzsche, los mediocres tienen una ventaja inapelable: son más. Muchísimos más.