Un lugar recóndito llamado Winter Sleep, de Bilge Ceylan

El turco Nuri Bilge Ceylan completa una precisa, intensa e inmisericorde lección del cine en Winter Sleep (Sueño de invierno), su séptimo largometraje, con el que se alzó con la Palma de Oro del último Festival de Cannes.

Winter Sleep (Sueño de invierno) nunca se mantiene en silencio. Durante las tres horas y 17 minutos de una exactitud inmisericorde que dura la película ganadora de la Palma de Oro, una larga conversación empapa cada fotograma. Hay una excepción. Un coche discurre por una carretera helada. Una conversación rutinaria entre sus dos ocupantes es de golpe interrumpida. Una pedrada hace estallar el cristal. En un instante, todo se antoja demasiado extraño para ser cierto. El culpable es un niño. Nadie ni nada dará explicación de lo sucedido. Sólo cabe conjeturar sobre la ira ciega que en el interior de un crío provoca la situación injusta, además de desesperada, en la que vive su familia. Y, sin embargo, el acto de violencia imprevisto, arbitrario y quizá absurdo se antoja la metáfora perfecta de casi todo: del cine preciso hasta el desasosiego de Nuri Bilge Ceylan, de la condición humana, del frío.



La pregunta es sencilla: ¿de qué trata el cine de este director turco con los modales del propio Bergman? Pues probablemente de lo único posible. El cineasta Nuri Bilge Ceylan lleva años entregado al mismo empeño: el único que convierte a esta extraña disciplina en imprescindible. Y todo su cine -lleva ya siete películas como siete catedrales- es fundamentalmente eso: una búsqueda desesperada de aquello que nos hace ser lo que, en efecto y desgraciadamente, hemos llegado a ser. Tan triste.



Winter Sleep es, si se quiere, la contestación, lo opuesto, a su anterior película. Si Érase una vez en Anatolia era una cinta rodada en el exterior entre la oscuridad y el ruido de la noche; una historia que perseguía a los autores de un asesinato hasta convertir a la misma vida en el escenario de un crimen; ahora, al revés, todo discurre en el interior de las casas, en la parte de atrás de unas vidas encerradas en su propio laberinto. Pero, lo que impresiona y subyuga siempre de la caligrafía clara de este director es su capacidad para penetrar la carne hasta alcanzar lo otro. Y esto otro no es más que el vacío; la monótona y cruel condición de extravío. Suena trágico y lo es.



Un hombre, actor retirado, vive en un pequeño hotel de Anatolia recluido con su joven mujer y su hermana divorciada. Pretende escribir la historia entera del teatro turco. Duro y necesariamente inútil trabajo. Cuando caiga la nieve, como ya lo hacía en películas anteriores como Lejano y Los climas, lo que se antojaba un cálido refugio acabará convertido en cárcel. Eso o algo peor: la vida, sin más. Estructurada en unas pocas, largas e intensísimas secuencias, la idea es derribar cada una de las barreras que nos hacen sentir seguros; y así hasta dar con el lugar oscuro y recóndito en el que no valen disfraces ni imposturas, en el que sólo somos, en efecto, hombres.



Cuando el cinismo enfermo de un protagonista demasiado parecido al Alceste de El misántropo se enfrente a la amargura de la mujer madura y separada, mientras el aburrimiento de la desocupada esposa gangrena, ya no hay vuelta atrás. Entonces, uno no puede por menos que recuperar íntegro el sabor amargo de, por ejemplo, Secretos de un matrimonio. Gran cine.



Nuri Bilge Ceylan planifica cada escena como si se tratara de un campo de batalla. Las recriminaciones caen como pedradas dirigidas a la retina del espectador. Y el efecto es exactamente el mismo que el de los cristales rotos. Corta, duele y desconcierta el reflejo fracturado del caos. Todo en uno. Como diría Mark Twain, "qué más da la condición social o el color de piel, es un hombre y no puede haber nada peor". Pues eso.