El argumento invisible
Randall ‘Pink' Floyd (Jason London) en Movida del 76 (1993): "Solo digo que si alguna vez empiezo a referirme a estos como los mejores años de mi vida, recuérdame que me suicide". En otro momento del segundo largo de Richard Linklater, que concentra veinticuatro horas en la vida de varios adolescentes, Cynthia Dunn (Marissa Ribisi) sostiene: "Me gustaría dejar de pensar en el presente, en el ahora mismo, como un pequeño, insignificante preámbulo de otra cosa".
Descansan en estas dos líneas de diálogo buena parte de los cauces no solo narrativos, sino filosóficos, de Boyhood, como si el cine siempre libre del norteamericano (lo hace en libertad y evoca la noción de libertad) fuera, como de hecho es, una reflexión siempre en marcha sobre el transcurso del tiempo. De tal modo, su última, momumental película, vendría a ser una suerte de filme-antología de aquello que convierte su cine en algo tan personal y tan universal al mismo tiempo.
La advertencia de Pink se traduce en una firme declaración contra la nostalgia existencial, mientras que la de Cynthia es una invocación a la magnitud horaciana del instante perpetuamente muriendo y naciendo. Son las dos ideas que sostienen Boyhood, de modo que ambas frases van a dar a la última línea de diálogo de Mason (Ellar Coltrane), protagonista de Boyhood, cuando alcanza la edad de los protagonistas de Movida del 76, antes del doloroso corte a negro: "[La vida] es constante, son momentos, es como si siempre fuera ahora mismo". Ese presente de indicativo es la eterna fuga y destino del filme.
El misterio y el gozo que alimentan las imágenes de Boyhood -que en tres horas concentra 39 días de rodaje a lo largo de 12 años, entre 2002 y 2013: la vida ficcionalizada de un niño y su familia desde que tiene 4 años hasta que cumple 18- procede de un antisuspense aliado con los mecanismos del azar, con la indiferencia con la que el tiempo gravita sobre los dramas o las alegrías de la vida, negando la necesidad clásica del relato de dotar de lógica dramatúrgica y suspense expectatorial a todos los elementos de la narración, para que al final el relato "cobre sentido". El único relato en Boyhood es necesariamente el relato del crecimiento: el de los actores, los personajes, la película y, en última instancia, el propio espectador. Así, su emoción nunca se impone, es indirecta.
Una historia, por tanto, hecha de retazos de vida, de aquello que el alquimista y perseguidor del realismo cinematográfico Jean Renoir llamó tranches de vie. Acaso la ligereza y la distancia con la que Linklater filma indolentemente las sucesivas demoliciones del tiempo, tomándose el abandono de "tramas", personajes y registros melodramáticos casi como un dogma, sea la única de hoy en día realmente comparable a la del autor de El río (1951). Llamémosle épica íntima o intimidad épica, ambos tonos nunca se anulan en Boyhood pero siempre están presentes, disueltos en el fluir de los años, en el devenir itinerante, elíptico y casi expresionista de los capítulos de vida filmados (como si se rememoraran), años que transcurren sin necesidad de señales cronológicas, pues música y entorno -a través de Mason, retrata a la primera generación digital nativa- inscriben la película en la Historia.
Boyhood no se rebela contra el tiempo -ya se advertía en Antes del amanecer, a través del poeta Auden, que el tiempo es indomable- sino que abraza su transitoriedad, nos muestra que el sueño baziniano, la pureza del cine esculpido por la vida, es posible. En los múltiples personajes (los encarnados también por Patricia Arquette, Ethan Hawke y Lorelei Linklater), sentimos los mecanismos del crecimiento y del envejecimiento, y nos sobrecoge comprobar cómo la calidez de la película -queremos habitarla y no salir de ella- solo es comparable a la inclemente certeza que retrata: la vida es un argumento invisible. Los Lumière inventaron el cine para que Linklater hiciera Boyhood.