Violette, el sabor áspero de la vida
Emmanuelle Devos es la escritora Violette Leduc en Violette
Martin Provost confecciona en la sorprendente Violette un amargo relato biográfico que refuta y niega el propio género de los biopic, tan desprestigiado. Glosando la vida de la escritora Violette Leduc, que fuera amante de Simone de Beauvoir, el filme acierta en su cometido.
Recientemente, Richard Linklater ofrecía en Boyhoood la oportunidad de doblar la muñeca a un argumento cuanto menos tramposo. Su idea era contar una vida anónima desde la infancia a la última juventud y hacerlo con la cámara detenida en los tiempos muertos. Prescindir de lo extraordinario para llegar a lo pueril, a lo áspero, a todo aquello que hace de una vida prácticamente indistinguible de cualquier otra.
La estrategia del galo Martin Provost en Violette no es muy diferente a la de Linklater. O lo es, pero de otra manera. El director que ya ensayara algo parecido en la veraz y dura Seraphine, se plantea ahora contar la vida amarga de la autora Violette Leduc. Y hacerlo con su mirada sólo pendiente de todo aquello que colocó la vida de esta escritora vocacionalmente suicida en el mismo límite de lo más agrio, vulgar, salvaje y duro. Y, por todo ello, extraordinario; extraordinario en su más ruda ordinariez.
Situémonos. Corren los últimos y duros años de la II Guerra Mundial en una Francia ocupada y una mujer se empeña en sobrevivir. De ahí hasta la publicación de su primer libro de éxito y Premio Goncourt, La bastarda, en 1964, la película estructurada en seis pulcros capítulos se esfuerza en narrar la pelea de una escritora contra todo y contra todos. Incluida, y ésta es su enemiga más fiera, ella misma; ella como la representación más evidente de lo que la sociedad de entonces y ahora demoniza, desprecia y finalmente teme de una mujer. Hablamos, para entendernos, del feminismo como necesidad.
Provost no evita mostrarnos los acontecimientos más o menos relevantes en los que se detiene cualquier biografía al uso. Y así veremos a nuestra heroína angustiarse ante el desprecio de Maurice Sachs; enamorarse de Simone de Beauvoir, o sentir la caricia del halago de los gigantes de su generación. Y aquí entran Sartre, Camus o su amigo Jean Genet. La película tampoco ahorra cada uno de los detalles de su pelea a brazo partido contra la censura que directamente prohibió tanto los pasajes lésbicos como el relato puntual del aborto en carne propia que salpican su novela Ravages.
Y sin embargo, todo lo anterior con ser importante no es lo que de verdad importa. La infatigable y feroz interpretación de Emmanuelle Devos quiere ir (y de hecho va) más allá. Lo que quiere Violette es detenerse en lo pequeño, en lo fútil, en lo que la costumbre llama irrelevante. Y aquí entra desde el sonido de la pluma rasgando el papel, a la sensación de frío de la pobreza pasando por el gusto amargo de la rabia de una vida acosada o el desprecio de una madre fundamentalmente cruel. Y desde ahí, desde el detalle, Provost y Devos aciertan a construir el sabor áspero de una vida que, ahora sí, se puede acabar por parecer a cualquiera. Y en ese momento, duele. Ya no es un biopic, ahora ya es, por fin, la vida.