El cómico Ricky Gervais se incorpora al reparto de El tour de los Muppets
La nueva entrega de los populares y gamberros teleñecos, 'El tour de los Muppets', mantiene el nivel de su regreso a la gran pantalla, hace tres años. Espectáculo musical para niños y alto trasfondo político para adultos.
Nada más arrancar la proyección, las temidas palabras y las luces que se apagan. Y la película empieza donde había terminado la anterior Los Muppets (The Muppets, James Bobin, 2011), en la trastienda de aquella secuencia memorable en la que una ciudad entera se lanza a las calles para apoyar a los muñecos en su lucha por rescatar su teatro de las manos de un pérfido magnate. Pero aquel acto de revolución colectiva, descubren ahora los muñecos, era todo una ficción. Una puesta en escena. Cine. Mentira. Y quienes les apoyaban no eran sino extras contratados que les abandonan a la voz de "corten".
Con este gesto de auto-consciencia arranca la nueva entrega de los Muppets, en muchos sentidos, una relectura de la anterior película, una vuelta de tuerca a las ideas allá planteadas. Esa dualidad anunciada en el párrafo anterior no es solo un guiño metacinematográfico, tan propio, por otro lado, de un grupo de muñecos que ha hecho del juego gamberro con las herramientas del espectáculo una seña de identidad, sino el anuncio de uno de los temas que atraviesan toda la película: la duplicidad, el doble, el espejo, la eterna pregunta de ¿quién soy yo, y qué me diferencia de ese otro que me mira? Si la anterior película tomaba como guía a un muñeco con problemas para identificar su verdadera identidad de felpa, en este caso es un doble de la rana Kermit (aka Gustavo), llamado Constantine, el que creará el juego de redundancias, dobles y espejos cuasi-infinitos: de toda la ristra de secuencias geniales de la película, esa en la que Kermit ha de adaptar el papel de un espejo en el que su doble de acento ruso quiere ajustarse la corbata es sin duda una de las más brillantes. O al menos, la que mejor expresa ese territorio movedizo en el que se han movido siempre los Muppets: muñecos que conviven entre humanos, haciendo tambalearse las fronteras de nuestras propias identidades. Dicho de otra manera: ¿qué pasaría si yo, en lugar de ser yo, fuese otro? ¿Qué nos diferencia, qué nos une, cómo sería mi vida en su lugar?
Y sí: los Muppets, esos muñecos de trapo, a los que Disney ha tratado de dar una nueva vida después de hacerse con ellos en 2004, no son solo una fuente de ingresos vía merchandising (que también), ni mucho menos un objeto de consumo exclusivamente infantil. Pocos niños entenderán, por ejemplo, el sarcasmo escondido en la decisión de convertir un gulag soviético, comandado por Tina Fey, en el mejor escenario posible para el más norteamericano de todos los espectáculos: el musical. Si hacen memoria, la anterior película fue recibida en Estados Unidos con acusaciones de ocultar propaganda comunista, razón por la que redoblen la apuesta provocativa, convirtiendo el infierno de los trabajadores en el paraíso definitivo para el show must go on. Aunque sea entre hoces, martillos... y muchas canciones.