Image: Lars von Trier o el sexo que nos habla

Image: Lars von Trier o el sexo que nos habla

Cine

Lars von Trier o el sexo que nos habla

20 diciembre, 2013 01:00

Lars von Trier.

¿Un furioso viaje a sí mismo? ¿Un triste y vacío ejercicio de genio autoindulgente? ¿Un descuartizamiento psicoanalítico? ¿Un burdo análisis de las mentiras y subterfugios del sexo? Lars Von Trier estrena el próximo miércoles la primera entrega de la polémica y explícita 'Nymphomaniac' (la siguente será en 2014). Eso sí, que nadie se excite antes de tiempo...

Parafraseando al Heidegger que dejó escrito aquello de "no hablamos el lenguaje sino que es él el que nos habla", la nueva película de Lars Von Trier no trata de sexo sino que es el sexo el que habla por ella. O si se prefiere, y por trasladar el argumento a la propia materia de la imagen, no es tanto una simple película como un intento desesperado por conseguir que sea el propio cine (así en genérico) el que se exprese a través de ella. Andréi Tarkovski, al que dedica la película (y van dos), pasó su vida dedicado a ello y él, obviamente, no quiere ser menos. Y que nadie se excite antes de tiempo.

De algún modo, Nymphomaniac es a la vez la más enigmática reflexión sobre los límites de la sexualidad y la peor película pornográfica jamás filmada. Y, en cualquier caso, la cinta funciona dentro de la filmografía del director como un punto límite. Otra vez. De nuevo, como ya hiciera en Anticristo, la idea es alcanzar el instante preciso en el que cada imagen trabaja al margen de cualquier referente. No se trata de contar una historia (aunque se haga) tampoco se pretende provocar una reacción visceral en la audiencia (a pesar de los mareos); no, la estrategia y el motivo de todo esto es tocar el instante preciso en el que cada imagen se explica a sí misma como la transcripción más afinada del propio cine. De todo él. Para aclararnos, la película no trata de otra cosa que de la propia posibilidad de construir una película. Y que nadie se excite antes de tiempo.

Si seguimos la letra de lo visto, Nymphomaniac relata la vida de una mujer desde su descubrimiento del sexo hasta el más simple agotamiento. Y no es una imagen gastada, es la más precisa descripción de cómo agotar el sexo. Una mujer (Charlotte Gainsbourg) aparece en mitad de uno de esos no-lugares extraños sin más filiación que el vacío. Acaba de sufrir una paliza. Un profesor judío (Stellan Skarsgard) la recoge, la lleva a su casa y ahí comienza el puntual relato de una existencia torturada por la punzada que ha generado esa "voluntad de saber" de la que hablaba Foucault. Atentos al cuerpo menudo y vibrante de la debutante Stacy Martin en el papel de la joven protagonista.

Dividida en ocho capítulos, es más fácil acertar a adivinar lo que Nymphomaniac no es que lo que en puridad quiere ser. No se trata de un descuartizamiento psicoanalítico de la mente del director; tampoco es un análisis, pormenorizado o burdo, de los discursos, mentiras o subterfugios alrededor del sexo, y, por supuesto, ni por aproximación pretende ser una simple provocación. Tiene algo de todo lo anterior, pero la película es radicalmente otra cosa.

La mecánica del artefacto (llamémoslo así) es de sobra conocida. Lo que se verá el próximo 25 de diciembre es la primera parte de una versión cortada. Esta entrega inaugural dura una hora y 50 minutos. Posteriormente se verá el resto de 2 horas y 10 minutos. El total es 65 minutos más corto que la película íntegra tal y como fue concebida por el director y que sólo se alcanzará a ver en algún momento indeterminado de 2014. Obvio es decir que lo cercenado corresponde al sexo más gráfico. Y que nadie se excite antes de tiempo.

Cuánto le gusta a Von Trier jugar a las descontextualizaciones, a las palabras cruzadas. Probablemente, la película larga nada difiera de la corta. Tanto este escamoteo de imágenes supuestamente "demasiado fuertes" como el incesante goteo de informaciones a medias, tráilers supuestamente escandalosos y declaraciones ofendidas a la revista Vanity Fair no son simples trucos de marketing (que también) sino el escenario apropiado para cuestionarse la naturaleza de la película.

Tanto la película como el ruido que la rodea forman parte de la misma performance de igual modo, y aquí conviene saltar al pasado, que el voto de castidad autoimpuesto por los diez mandamientos del Dogma 95 son el argumento consustancial del proceso cinematográfico. Los idiotas, con sus desdobles entre la ficción, la realidad, el documental, la verdad y la mentira sólo es comprensible en la radical ruptura que plantea con una tradición cuyas raíces se encuentran bien hundidas en el neorrealismo de entreguerras. Pues bien, llamar la atención sobre las escenas de sexo en una avasalladora campaña de publicidad no es más que la condición de posibilidad de la película. Se cuestiona, en definitiva, el valor de la imagen hoy, el mismo sentido del cine.

Von Trier en toda su pureza

Von Trier, como ya hiciera en Anticristo, ofrece su cuerpo como campo de operaciones (no en balde, junto a Melancholia, las tres películas componen la llamada trilogía de la depresión). Entonces, con su mítica sentencia "Chaos reigns", se trataba de la perfecta y hasta cruel (por lo despiadada) revisión del cine de terror. De repente, ante los ojos de la concurrencia, la pantalla se transformaba en algo entre la repulsión, la pesadilla y lo que hay detrás de la repulsión y la pesadilla. Se trataba de asistir a la metamorfosis de la propia narración en otra cosa. Y esa otra cosa, a fuerza de ir para atrás en el juego de espejos, es y debe ser la propia narración en estado químicamente puro. Y ahí, en toda su pureza, se encuentra el propio Von Trier.

Ahora vuelve a ensayar el mismo ejercicio. El campo de batalla es el género pornográfico. Y como él, toda la cinta se debate entre el aburrimiento ritual de los cuerpos excitados y su contrario. Nada más ajeno al trajín orgasmático que el ‘discurseo' monótono, atribulado y profundamente cargante de una mujer incapaz de entender lo que le pasa por dentro. Decía el polemista austríaco Otto Weininger que "la mujer no es otra cosa que sexualidad; el hombre es sexual". Y, a falta de alguien más autorizado que le rebata, le creemos.

En el primer capítulo, veremos a nuestra heroína pasarse por el calor de su primera adolescencia a un tren entero de hombres adustos; en el segundo, se enamorará; en el tercero tendrá que apencar con las consecuencias de su furor en la ira de una mujer casada; en el cuarto vivirá la muerte de su padre, la única figura tutelar en su vida; en el quinto (el más elaborado, divertido y reconocible en el mejor Trier) aprenderá a vivir con su "polifonía sexual" y con Bach (tal cual); en el sexto llegará el dolor dulce del límite (hablamos de sado); en el séptimo, el arrepentimiento imposible, y en el octavo, el silencio.

Para cuando acaba la película (toda ella en sus dos partes) queda la profunda sensación de un error demasiado grande y demasiado pendiente de su propia genialidad. Von Trier se arriesga en el más furioso viaje al fondo de sí mismo y lo hace de la mano del más anodino y triste ejercicio de genio autoindulgente. Quizá vacío. Es el sexo, que más que hablar, farfulla. Y, por favor, que nadie se excite antes de tiempo.