Un momemto de la película Post Tenebras Lux, de Carlos Reygadas

'México inminente, imaginarios de la insurgencia en el cine contemporáneo' es el encabezamiento del ciclo que el Museo Reina Sofía inicia el próximo 17 de julio con la presencia en su programación de 'Post tenebras lux', de Carlos Reygadas. Analizamos esta esperada obra maestra.

"El mundo no admite una composición más en Do mayor". No está claro si la frase la pronunció Pierre Boulez, Arnold Schönberg o cualquiera de sus respectivos e innumerables discípulos. Sea como sea, quedó el mensaje. Lo que se venía a decir, por simplificarlo mucho, es que ya estaba bien de tanto Mozart; que ya bastaba de la esclavitud del orden, del sentido, de la narración, de la tonalidad. Sólo un tiempo, el moderno, que se sabe nuevo y fuera del propio tiempo puede pretender tanto. Desde entonces han pasado muchas cosas y hasta la llamada a la revuelta (al ‘doicidio' de antes) se ha convertido ella misma en rutina, en historia, en relato, en sentido.



Pese a ello, hay gente (cineastas, por ejemplo) que se mantiene en pie contra cualquier intento de clasificación. Carlos Reygadas es uno de ellos y Post tenebras lux, el ejemplo más evidente y extremo de su concienzuda resistencia. La película se presenta al espectador con dos imágenes opuestas: una real, otra fantástica. En la primera, una niña camina y balbucea entre bestias. La criatura aparece nítida en medio de una secuencia que se difumina en los extremos. Extraño, salvaje, poético. En la segunda, el diablo (un Lucifer iluminado y con cuernos) camina a tientas en una casa. En la mano, una caja de herramientas. Las dos escenas se comunican, se intercambian, se anulan. ¿Es acaso la cría la que sueña al demonio? ¿O al revés? Y, de repente, realidad y ficción dejan de tener sentido. Lo que sigue es una reproducción anárquica, caótica y profundamente gratuita de ese mismo esquema o, mejor, de esa misma ausencia de estructura alguna.



En una especie de paraíso, una familia de bien se sueña feliz. A su lado, otra familia, fundamentalmente pobre, se debate contra su destino. De por medio, una orgía extraña donde se mezclan los cuerpos desnudos y extraños; una reunión de adictos a no se sabe qué vicio; un brutal alarde de violencia contra un perro inocente; un intento de robo; un disparo en el pulmón... Y así hasta componer un fresco desasosegado, voraz, donde ni el bien ni el mal, ni el odio ni el perdón tienen espacio o, de nuevo, sentido.



El resultado es una fría disección de todo lo que admite un corte no necesariamente limpio. La cámara pasea lenta y precisa por una rara normalidad. Hasta que deja de serlo. Y así, la mirada del director se mantiene siempre pendiente de esos breves destellos en los que la cotidianidad se rompe por la mitad. De golpe, el equilibrio inestable de los anteriores trabajos de Reygadas se quiebra para dejarse perforar por el tacto frío y húmedo de lo feo, lo cruel, lo que carece de orden y... sentido. La idea no es otra que llegar a tocar lo que por definición se mantiene intacto. Y hacerlo sin dejar al espectador la más mínima opción a acomodarse. No hay referencias. Es más, el director juega a crearlas para acto seguido hacerlas desaparecer en un ritual casi místico contra cualquier amago de orden. Algo así como el sueño que Buñuel temió soñar.



Post tenebras lux (Tras la oscuridad la luz) es la sentencia, acuñada en moneda de curso legal, que guió el furor calvinista de la ciudad de Ginebra; una declaración de intenciones contra el vacío, contra la corrupción de la carne, contra el miedo a la ausencia de sentido. Reygadas lo utiliza aquí también como carta fundacional de su cine; un cine vocacionalmente atonal. Pero, lógicamente, al revés. Lejos de él la fría y viscosa tentación del sentido. Si no fuera porque llamar a esta película obra maestra sería tanto como mancharla con aquello que niega, sin duda estamos ante lo más parecido que ha dado el cine reciente a una obra maestra. Una anti-obra maestra.