Fotograma de El hombre de acero
Con todo, dicen que hacía falta otro Superman. Había que traerlo a nuestros tiempos, porque ahora que cumple 75 años nunca nuestro planeta ha necesitado con tanta desesperación la mesiánica ayuda del hombre de acero, el superviviente de Krypton, Kal-El, Clark Kent. (En El hombre de acero nunca se le llama Superman, y cuando Lois Lane va a hacerlo, algo la interrumpe... quizá el mejor gag de un film con preocupante déficit cómico). Hacía falta también porque el último y muy reciente intento, el de Bryan Singer, decepcionó, aburrió, irritó a unos cuantos fans, que son a su modo, también, fabricaciones en serie. Así que la industria (Warner), como ya sabemos, ha puesto toda la pasta (225 millones de dólares) y todo el talento en el asador: director Zack Snyder (Watchmen), guionista David S. Goeyer y productor Christopher Nolan (trilogía de El caballero oscuro). Por supuesto, la sombra de los artífices de la exitosa resurrección de Batman cae sobre Superman (perdón, el Hombre de Acero) con todo lo que ello genera, tanto lo bueno como lo malo.
La épica y la oscuridad, por descontado. No en vano, El hombre de acero arranca con el Apocalipsis de Krypton, en un prólogo muy largo y muy grave donde Russel Crowe toma el relevo de Marlon Brando, y el implacable, furioso tramo final nos aboca a una de las evocaciones apocalípticas de Nueva York más oscura de cuantas se han filmado. Ya lo sabemos, aunque Superman sea un experto en salvar a la Humanidad de su anunciado fin, mientras lo hace trae consigo una considerable parte del cataclismo. Aquí todo se desata alrededor de la demanda que hace al mundo el General Zod (también sobrevivió a Krypton): entrégenme a Kal-El y les dejaré vivir en paz. De esta suerte, El hombre de acero, aunque se aleje claramente de las versiones que la preceden, hibrida los argumentos de Superman y Superman II. El papel del villano hasta ahora asociado a Terrence Stamp se confía al rostro áspero y la mirada perturbada de Michael Sannon (Take Shelter), y la elección es desde luego un gran acierto, aunque por suerte o por desgracia, para mí el villano de Superman siempre será Lex Luthor (Gene Hackman), lo mismo que la sonrisa angelical de Christopher Reeve se impondrá a la musculatura de Henry Cavill, y Lois Lane siempre será morena y patosa y tendrá el rostro angulado, si bien para las generaciones más jóvenes (gracias a la casi siempre convincente Amy Adams) sea pelirroja y apenas tenga carácter.
La larga sombra de Nolan también es identificable en la cualidad redentora y mesiánica que otorga al (súper)héroe. El hombre de acero hace de ello una cuestión casi religiosa, proponiendo desde su propia mitología el culto a la confianza en el Salvador -"en mi mundo la S significa esperanza", dice Superman-, pues todo el recorrido dramático del film consiste en esperar a que Clark Kent descubra quién es, cuáles son sus poderes y cuál es su destino: hacer el bien, salvar a los terrícolas. Y se dará cuenta a los 33 años, como Jesucristo. Solo le falta redimirnos de nuestros pecados. Buscando la épica del drama, el trazado narrativo del filme no es lineal, hay continuos flashbacks a la niñez y juventud de Superman en Kansas, como hijo adoptivo de Jonathan y Martha (Kevin Costner y Diane Lane), pero el dispositivo se revela finalmente ineficaz, atrofiado y repetitivo, hasta el punto de que durante una buena parte central de la película algunos sentirán ansiedad por verle volar. (Eso sí, cuando por fin vuela lo hace como un cohete y ya no habrá quien le detenga).
Si precisamente uno de los grandes atractivos de Superman es que es un extraterrestre humanizado, en El hombre de acero, a pesar de los evidentes esfuerzos por apelar a su viaje interior y biográfico, no conseguimos conectar del todo con esa supuesta humanidad. Tampoco con el humanismo. Negociando en el marco de la fantasía, El hombre de acero propone un punto de vista insólito: no solo nos cuenta el conflicto del superhéroe y su enfrentamiento con el antagonista, sino que especula con la idea de cómo reaccionaría la población mundial si descubriera que un alienígena ha vivido durante años infiltrado entre nosotros. Superman nunca ha sido tan alien como en esta película, quizá porque nunca antes nos han recordado con tanta insistencia sus orígenes. Se roza el tedio por vía de la saturación.
La naturaleza herculeana del superhéroe se contagia al tono de la película: también hinchada de anabolizantes. Su solemnidad dramática parece tan incontrolada como su gigantismo. No hay lugar para el humor o la ironía, precisamente esa cualidad que Richard Lester explotó (fallidamente) en Superman III. El montaje de atracciones en las secuencias de acción de este gran espectáculo -al que, en términos de producción, no se le puede hacer ningún reproche, todo el dinero parece estar en la pantalla- alcanza por momentos una cualidad abstracta, experimental, desenfrenada. Pero hasta el más mínimo de los detalles está controlado (verbigracia: la dicción del aliado de Superman en la Tierra, un general negro del ejército americano, es calcada a la de Barack Obama). La película de Zack Snyder entretiene pero no maravilla. El espectáculo es colosal y el drama es frío. Habrá un porrón de secuelas.