Marina Abramovic en un momento del documental
Marina Abramovic está presente. Vaya si lo está. Su presencia es expansiva y caníbal, fascinante y manipuladora. Hasta tal punto está presente en el documental de Matthew Akers que no hay espacio para el cuestionamiento.
En todo caso, no era otra cosa lo que podíamos esperar. Como la industria musical que, sobre todo en los últimos años, se ha volcado en el documental cinematográfico con fines promocionales (George Harrison, Michael Jackson, etc.), hay tres motivos esenciales en la concepción del documental: la divulgación de su obra, la perpetuación de su memoria y la canonización de su leyenda. Huelga señalar que, en el caso de una creadora tan onanista como la montenegrina, quien concibe el arte en primera persona (como ratifica la sobrecogedora pieza teatro-musical Vida y muerte de Marina Abramovic, escenificada el pasado año en el Teatro Real de Madrid), la estrategia fílmico-propagandística le cae como anillo al dedo. Abramovic es una estrella de rock.
Será más problemático aceptar el Decálogo del Artista que la poderosa Abramovic, toda ella seducción, inteligencia y glamour gótico, lee en voz alta frente a un entregado público italiano. Uno de sus mandamientos invoca a la pureza incorruptible del artista frente a los dictados mercantiles o los fines lucrativos. Más allá de que las relaciones entre cine y arte no se verán sacudidas o estimuladas por el documental de Akers -como sí lo hicieron El misterio Picasso de Clouzot, El sol del membrillo de Erice, Les plages de Agnès de Varda o, más recientemente, Cuaderno de barro de Isaki Lacuesta-, hay que preguntarse hasta qué punto y de qué modo su filme documenta una realidad, persigue un deseo o propone una investigación. Como documento de un work-in-progress, el de la exposición retrospectiva que Abramovic realizó en el MOMA de Nueva York en 2010, el filme es convencional y paratelevisivo, impecable en su estructura. La exhibición sintetizaba su trayectoria artística en varias piezas reinterpretadas por alumnos, lo que invita al desfile de imágenes de archivo, a filmar los cuerpos desnudos durante la preparación y ejecución, a las cabezas parlantes (y elogiosas) de artistas, críticos, galeristas. Los rastros de emoción los proporciona el reencuentro de la artista, 23 años mediante, con quien fuera su pareja sentimental y creativa más perdurable.
Abramovic bien puede actuar o no para la cámara pero desde luego no contempla el arte del documental cinematográfico como una ventana de revelación humana o creativa. En uno de los momentos más estrafalarios del filme, el ilusionista William Blake propone a Abramovic una performance conjunta, que el asesor de la artista le quita de la cabeza porque su arte trabaja "con lo real, no con lo ilusorio".
Desposeído de su carácter físico, la obra performativa de Abramovic pierde su relevancia filtrada por la pantalla, como queda claro en el tramo final de la película, el que documenta su performance zen en interacción con los visitantes del museo neoyorquino. El cine, documental o no, es ante todo ilusión. Es lo que comprendió una película tan reivindicable como Exit Through the Gift Shop. Ese filme dirigido por Bansky en torno a las mascaradas de su propia obra es un (falso) documental sobre la creación contemporánea dirigido por un verdadero artista. Marina Abramovic es un documental sobre las creaciones de una artista contemporánea realizado por un buen publicista. La diferencia es sustancial.