Marcello Mastroianni en Ocho y medio

A los 20 años de su muerte y 50 de Ocho y medio, Fellini recupera su lugar como un cineasta radicalmente moderno y voraz de sí mismo. Un buen momento para volver sobre una de las obras más originales de la historia del cine.

¿Quién fue realmente Federico Fellini? Si uno acude al libro totémico de Tullio Kezich para averiguarlo, en sus páginas encontrará el retrato exagerado de un hombre desproporcionado. Mil ‘fellinis' caben en Fellini. Y de hecho, la biografía del cineasta de Rimini se expande por cada una de las mentiras, bulos y mitos que la alimentan hasta adquirir el tamaño del prodigio. Contaba el periodista Indro Montanelli que Anita Ekberg, musa de La dolce vita, recibió al director en su hotel. Y lo hizo completamente desnuda. Cómo si no. Fellini, asustado, fingió un ataque de apendicitis y tan bien lo hizo que acabó en la mesa del quirófano. Y sin apéndice. Kezich lo desmiente. Pero lo hace con pesar. En realidad, la ‘bugia' (como dicen los italianos) formaba parte de la narración que el propio Federico quería y fomentaba de sí mismo. Jamás ocurrió ni ese episodio ni probablemente ninguna otra de las maravillas que presidieron una vida arrojada al caos. Y, sin embargo, todas ellas son rigurosamente verdad, porque son Fellini.



De hecho, a un lado la suciedad de la historiografía oficial y de los imitadores tristes, el valor absolutamente cierto y, si se quiere, autobiográfico de la mentira radiografía su cine. Toda su obra fue como él en un sentido radical. Y no sólo porque a través de su trabajo se transparente desde la adolescencia en Rimini a cada una y más íntima de sus obsesiones, sino porque en Fellini se cumple en toda su integridad el programa diseñado por su maestro Rossellini. Si éste último convirtió el cine en una extensión casi orgánica de la subjetividad del creador, su fiel discípulo fue más allá hasta la completa desaparición del individuo en ese magma de imágenes, deseos y mentiras que le configuran y, más importante, le dan sentido. Hasta su vaciamiento.



Dicho así, impresiona y, más grave, dramatiza de forma casi ridícula el legado de su creador. Fellini, en su feroz y festiva retórica, odiaba toda pomposidad ajena con la misma pasión con la que celebraba la propia. Pero es así. Pasear por su obra es asistir a un largo rosario de despedidas. Desde Luces de variedades a Las noches de Cabiria, el universo del cineasta recorre una Italia que asiste a su transformación en un país industrial y que por el camino va dejando las sombras del fascismo a la vez que tapa las huellas una sociedad patriarcal, antigua, provinciana y furiosamente reprimida. "Trabajadores", le grita ‘el inútil' Alberto Sordi a unos obreros mientras les hace una pedorreta. Esperpéntico, procaz, Italia. Y así, entre la melancolía y el simple vacío, avanza una filmografía que no tendrá más remedio que darse de bruces con su propio creador en estado puro.



La dolce vita, Fellini 8 ½ (de la que se celebran ahora 50 años de su estreno), Roma o Amarcord configuran la geografía de un paisaje desolado donde el autor se muestra desnudo ante la imposibilidad de su propio oficio. El último de los adioses. Sólo la posibilidad de mentir permanece como lo único real. Y así, detrás de la capa festiva, emerge el más radical de los creadores. Y el más profundo. El cineasta vacío de sí mismo. Dos de las cinco novelas de Flann O'Brien aparecen encabezadas por sendos rótulos contradictorios. En la página prácticamente en blanco que da pie a En nadando dos pájaros se lee: "Todos los personajes representados en este libro, incluida la primera persona del singular, son completamente ficticios y no guardan relación alguna con persona viva o muerta". Al principio de La vida dura figura, sin embargo, este otro ‘acertijo': "Todas las personas en este libro son reales y ninguna es ficticia ni siquiera en parte". Pues bien, en la paradoja del irlandés se esconde la dimensión exacta del legado del italiano. Una mentira perfecta como la última posibilidad para la verdad. Y viceversa.