Mario Casas y Antonio de la Torre en Grupo 7, de Alberto Rodríguez

El autor de '7 vírgenes' reconstruye el pasado de violencia, narcotráfico y prostitución en Sevilla antes de la Expo 92. La película se ofrece como la perfecta raiografía de una época de derroche y su resultado es la más voraz, violenta y sincera reflexión sobre nuestro tiempo.




El negro es un color pegajoso que no soporta siquiera una caricia. Basta acercar las yemas del alma para que sea el cuerpo el que quede tiznado con un aroma triste a ceniza y sábanas gastadas. Dicho así, en torpe alejandrino periodístico, suena grave, pomposo y, en realidad, es todo mucho más sencillo: bastan una rubia y una pistola para que el cine sea negro (Godard dixit). Crimen y sexo; eso es todo lo que necesita una película para ser considerada de ese género que el tiempo y los franceses dieron en llamar 'noir'.



Sea como sea, lo cierto es que el cine negro como depositario de todo lo malo que constituye lo único decente del ser humano pronto se convirtió en la mejor manera de reflejar y plasmar el estado de ánimo de una sociedad entera. En España la adopción no mimetizada del 'noir' llevó su tiempo. Desde el gesto hosco de Germán Areta (El crack, José Luis Garci; 1981) a No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu, 2011) todas las hipótesis son válidas. Cuando el propio Urbizu es convocado como uno de los más resueltos traductores modernos del género con Todo por la pasta (1991), él mismo se revuelve y acude a Fanny Pelopaja (Vicente Aranda, 1984).



Valga todo lo anterior para llegar a Grupo 7. De repente, la película de Alberto Rodríguez devuelve al género policíaco su capacidad para pensar el presente. Este, el nuestro de ahora. Y lo hace desde las tripas de una sociedad en estado terminal, tanto clínica como moralmente. El resultado es la más voraz, violenta y sincera reflexión sobre el tiempo que nos ha tocado. Ambientada meses antes de la apertura de la Expo en 1992, la película se ofrece como la perfecta radiografía de una época de derroche, opulencia y gomina al sol. Tiempos apresurados de cocaína, gratis total, puentes de Calatrava, aeropuertos peatonales, billetes de 500 y dos huevos duros. Tiempos que prometían el lodo que ahora pisamos. Tiempos groseros.



De este modo, el cine español recupera la sensación del color negro en toda su agónica belleza y lo hace para enseñarnos desde los barrios más turbios de Sevilla lo que ahora somos. Podría alguien pensar que la aventura equinoccial de un grupo de policías enredados entre drogas, putas y camellos décadas atrás pertenece a un tiempo que ni nos importa ni nos concierne. Nosotros y nuestros trenes aves, nuestras ciudades de las ciencia y nuestras hipotecas sin pagar no somos esos. Y, sin embargo, ese olor a podrido, a basura aún caliente, es exactamente el mismo que el de los cadáveres mal enterrados. De repente, Sevilla en la España del 92 es exactamente la razón por la que hoy vivimos la España de hoy.



La estrategia de Rodríguez se antoja tan sutil como malsano es el relato. De este director sabíamos su facilidad para tallar el drama en 7 vírgenes. Su primera gran película. También conocíamos sus dudas para llegar al nudo de una historia lastrada por la artificiosidad en After. Ahora se exhibe sin fisuras: una puesta en escena impecable, un cuento esquinado que hiere y una dirección de actores violenta. La idea es no dejarse llevar por las proclamas encendidas sino permitir que sea el lento transpirar de unas vidas tendidas al sol las que ellas solas se expliquen. De nuevo, el género 'noir' aparece en un tiempo de crisis para contarnos que todas las crisis poseen el tacto pegajoso del color negro. Somos solo una pequeña parte del gran desastre que podemos llegar a ser. Y hundiéndonos. Alberto Rodríguez compone, por muchos motivos (y no todos cinematográficos) la película española del año.