Mads Mikkelsen y Alicia Vikander, protagonistas de A Royal Affaire
Carlos Reviriego (Berlín)
En su anterior largometraje, Womb (2010), el húngaro Bence Fliegauf proponía una perturbadora historia de amor en un marco de ciencia-ficción autoral. Uno se preguntaba qué hacía una estrella como Eva Green protagonizando un proyecto tan excéntrico, en el que una mujer daba vida al clon de su marido fallecido trágicamente. La película no era un artefacto perfecto, si bien anidaba bastante frescura y coraje en su interior. El húngaro compite ahora en la Berlinale con Just the Wind (Czak a szél), filme sin duda más sólido y pegado a la realidad, que delata a un cineasta con voz propia, decidido no sólo a abordar las historias que le interesan del mejor modo posible, sino a practicar su oficio con una determinación creativa intransferible. Cuanto menos nos obliga a no perder de vista sus trabajos futuros.La historia de Just the Wind, los itinerarios durante 24 horas de una familia de gitanos de procedencia rumana en un arrabal de Budapest, al día siguiente de que unos desconocidos hayan asesinado a la familia vecina, podría haberse contado de muchos modos, pero desde luego Fliegauf no escoge el camino más convencional. Consigue eso tan difícil de hacer convivir con expresiva armonía el fondo y la forma, de dotar de una infrecuente intensidad un relato semivacío, en el que apenas hay desarrollo narrativo. El espectador anticipa el contundente drama que se avecina de la extraña, silenciosa forma de tensión, físicamente palpable, que propulsa la película desde sus primeros instantes. Su viscosidad ambiental proyecta con profundo desasosiego la violencia latente que generan los brotes de xenofobia del relato, inspirado en sucesos reales.
Los minutos finales recompensan y justifican sobradamente los noventa minutos durante los que el plano, nunca estático, sigue de cerca las rutinas diarias de los tres miembros de la familia (una madre celadora, una hija estudiante y un hijo con muchos secretos), en una escalonada relación de pequeños eventos -que van desde esperar al autobús a jugar a la consola- destinados a que compartamos de primera mano la frágil existencia de unas vidas lumpen amenazadas por prejuicios y odios raciales. Mediante la descripción casi notarial de sus gestos de supervivencia, sentimos sus miedos y comprendemos sus esperanzas. Habitamos el drama y mascamos el moho de la tragedia. Con su audacia dramática y su rigor estilístico, Just the Wind termina por transmitir convincentemente esa certeza tan descorazonadora de que, para algunas vidas y en algunos lugares, la vida realmente no vale nada.
Con A Royal Affaire, el danés Nikolaj Arcel viaja a un dilatado periodo de transición histórica -finales del XVIII, cuando las ideas ilustradas trataban de abrirse paso en una Europa oscura y plutocrática-, adentrándose en las maquinaciones de la monarquía de Dinamarca, cuando el Rey Cristian VII (Mikke Boe Folgaard), mentalmente perturbado, cedió el gobierno de la nación a su médico personal, el alemán Johan Struensee (Mads Mikkelsen), quien mantenía en secreto un romance con la Reina Carolina Matilde (Alicia Vikander), aristócrata de origen británico. [Esto sí es una justificada coproducción europea]. Acólito de Voltaire y Rousseau, el apuesto y cultivado médico trató de implementar las grandes ideas de la Ilustración, antes incluso de que estallara la Revolución francesa, derogando la censura, aboliendo la tortura, impulsando un sistema de educación y sanidad pública y recortando los privilegios de la aristocracia. El proceso no fue fácil, incluso se volvió en su contra.
La película de Arcel, guionista de la versión sueca de Millenium y director entre otras de La isla de las almas perdidas (2007), mantiene en admirable equilibrio todos los aspectos del filme, desde el desarrollo de tramas y subtramas y el ritmo de la escenas hasta las convincentes interpretaciones del amplio plantel de actores, imprimiendo a su drama histórico, con elementos de thriller político y de tragedia romántica, algunas notas de estilo, de eficiente y en ocasiones emotiva puesta en escena. A Royal Affaire congrega prácticamente todos los elementos de un filme de estas características: romances de alcoba, conspiraciones en la Corte, héroes y villanos, bailes palaciegos, didactismo histórico... Y lo hace sin recurrir a efectistas escenas de acción, sin subrayar sentimientos melodramáticos, sin transformar a sus personajes en meros instrumentos de una tragedia de claro aliento shakesperiano (al fin y al cabo, estamos en la corte danesa), sino haciéndonos partícipes de sus destinos con encomiable vigor y transparencia.
Sin alcanzar sus memorables conquistas, A Royal Affaire recuerda a veces a La edad de la inocencia de Martin Scorsese, a Lady Chatterly de Pascale Ferran, a Barry Lyndon de Stanley Kubrick. Aunque definitivamente juega en otra liga cinematográfica. Bajo una lectura contemporánea, este impecable drama histórico no deja de ofrecernos una pertinente alegoría sobre el conflicto entre las fuerzas progresistas y reaccionarias que hoy son tan manifiestas en el mundo, y que han venido forjando la historia europea siglo tras siglo.
Respecto a la tercera de las producciones alemanas a concurso, Mercy (Gnade), no hay mucho que decir. Dirigida por Matthias Glasner (un realizador forjado, como pronto se hace evidente, en el área de los telefilmes) se trata de un elogio a la obviedad, el moralismo y la inanidad creativa. Un relato sobre culpas y confesiones en una familia alemana que se muda a un pueblo noruego situado al borde del océano Ártico, aunque la historia bien podría haber transcurrido en una región argentina o en una ciudad española, pues la metáfora geográfica del sol de medianoche no está aprovechada ni justificada. De hecho, el motor dramático de Mercy -una mujer atropella "algo" accidentalmente y no se detiene, para descubrir después que ha matado a una persona, en este caso una adolescente- es el mismo del que partió Lucrecia Martel en La mujer sin cabeza, que a su vez se inspiraba en Muerte de un ciclista de Juan Antonio Bardem. El guión, simplón y previsible, desequilibrado y sin volumen, nunca hubiera necesitado más de dos horas de intrascendente metraje en manos de un director con algo de talento. Glasner no lo tiene.