Stephen Dorff y Elle Fanning en Somewhere

Hoy llega a nuestras salas Somewhere, cuarto filme de Sofia Coppola, donde la autora de Lost in Translation vuelve sobre constantes temáticas y emocionales de obras anteriores, como el desamor o el desarraigo, y con guiños autobiográficos.

Un coche da vueltas en redondo por una pista en medio de un desierto. Pasa por delante de la cámara y continúa su camino. Pasa de nuevo, y sigue. Podría parecer una película de James Benning, el gran retratista del paisaje (y la política) en Estados Unidos si en lugar de dos minutos durara diez, o media hora. Minutos más tarde, otro plano fijo nos muestra a dos strippers gemelas bailando al unísono al ritmo de My Hero, de Foo Fighters.



El contraplano (porque sí, hay un contraplano) nos descubre a un hombre, el mismo que conducía el coche a toda velocidad sin más rumbo que la siguiente curva cerrada. Es Johnny Marco, y el rítmico baile de las strippers parece adormecerle en lugar de excitarle. La danza termina, ellas pliegan sus barras portátiles, recogen el radiocasette y se marchan, dejando a Johnny dormido en la soledad de su palacio. Bienvenidos a un viaje por espacios vacíos y los cuerpos que se arrastran por ellos, como máscaras que solo esconden otras máscaras debajo.



El cuarto largometraje de Sofia Coppola cuenta la historia de Johnny Marco, un joven actor de Hollywood que verá desfilar su vida ante sus ojos con la misma y escasa pasión con la que se dormía ante el baile sensual de las strippers mientras promociona un nuevo éxito, otra película más de las que afianzarán su estatus de joven estrella del firmamento de Hollywood. Sus devaneos amorosos, su caminar cansino, su desinterés por el mundo, verá tambalearse con la aparición de su hija pequeña, a la que se llevará en la gira promocional de la película. Como un reflejo deformado de Lost in Translation (2003), aquí también hay una relación entre hombre adulto y jovencita, aquí también hay ese desarraigo de sala de espera de aeropuerto internacional, ese jet-lag vital que ralentiza el disfrute de la vida y anula el paladar, aquí también hay ese cansancio, ese sentirse perdido entre traducciones e idiomas extranjeros. Si hay escritores que escriben incansablemente, una y otra vez, la misma novela, Coppola parece filmar una y otra vez la misma película, contar una y otra vez la misma historia de alguien perdido en la soledad de una vida repleta de gentes.



Un paisaje sin relieve

Aquí nadie terminará con su vida, como en Las vírgenes suicidas (1999), pero Johnny Marco, y también su hija, caminan ya por el abismo de la indiferencia. Si Las vírgenes suicidas inauguró una cierta estetización de la tristeza, un jugueteo con la luz amarillenta del atardecer para filmar el desconcierto y la tristeza contemporánea, Somewhere es un ejercicio de vaciado formal de lo que Coppola ha ido ensayando en sus anteriores películas. Como un paisaje que por la erosión ha ido perdiendo el relieve, los planos se estiran, las acciones se dilatan, los personajes vagan por el cuadro. Puede resultar exagerado (o incluso inapropiado) citar dos veces a James Benning en un texto sobre Coppola, pero de alguna manera, la forma en la que filma los paisajes vacíos enlaza, aunque solamente sea en la forma, en esa tradición norteamericana de buscar en el paisaje una metáfora del mundo. La diferencia está en que Benning encuentra señales evidentes, y políticas, de un mundo en crisis, mientras que Coppola, más romántica, más dieciochesca, ve un reflejo de su propia crisis vital. En cualquier caso, Somewhere es un ejercicio de depuración estética, una película seca y a ratos dura en la que Coppola parece haberse abierto en canal: es difícil no leer en la vida de esa niña, hija de estrellas de Hollywood, un reflejo de la vida de la propia Sofia, hija de estrellas también, y habitante desde la niñez de un mundo de máscaras, apariencias y vacíos existenciales.



En un momento de la película, alguien lanza una pregunta de aire inocente que, en realidad, es la verdadera corriente y pregunta subterránea de la película: "¿Quién es Johnny Marco?". Eso, sumado a un largo plano, en lenta panorámica hacia adelante, que nos muestra el rostro del actor cubierto totalmente por una gruesa capa de pasta que lo hace irreconocible, y que posteriormente, al descubrirse, nos mostrará su rostro transformado en otro, obra del maquillaje de la ficción, dan pistas más que evidentes de una película que tiene como pregunta última aquella que afecta a la identidad de quien vive de cara al público. ¿Quién es Marco? O mejor, ¿hay alguien tras ese juego de máscaras, o tan solo otras máscaras, cascarones vacíos? Es la teoría de la cebolla aplicada a las identidades contemporáneas: bajo las capas concéntricas nunca se encuentra el secreto ni el verdadero yo; tan solo más capas que conducen al vacío total.



La película adolece algo de esa letanía lloriqueante que afirma que "los ricos también lloran", ese obsceno lamento (más obsceno todavía en tiempos de crisis) con el que los poderosos han tratado siempre de restar importancia a sus privilegios. Una letanía transmutada en la película en algo así como "los actores, los más famosos, también sufren".



Artista rico y solitario

Ese llanto sordo, depurado, se escucha por toda la película, aunque sería superficial entenderla únicamente como el retrato de un artista pobre, rico y solitario. Algo de eso hay, pero no solo. Porque la desorientación de los personajes protagonistas, sean ricos o pobres, famosos o anónimos, es una constante en un cine contemporáneo que refleja así el vagabundear del hombre contemporáneo por un mundo sin rumbo y que le resulta incomprensible. Que tantos y tantos personajes de ficción se tambaleen por las películas como fantasmas borrachos es solo una muestra más de un desconcierto global. Incluso la extraña relación padre-hija que retrata la película, con algún secreto que nunca conoceremos, no hace sino hablarnos de un mundo en el que los papeles tradicionales han perdido su lugar, y solo pueden dejarse llevar por la marea.