El enorme peso del políticamente eficaz pero fílmicamente disparatado “pentagrama” pronunciado por J. A. Bardem en las Conversaciones de Salamanca de 1955, unido a la afirmación, repetida hasta el hartazgo, acerca del papel regenerador que la influencia neorrealista habría tenido en el cine español de mayor enjundia, contribuyeron a dibujar un mapa profundamente inexacto de las raíces del estilo berlanguiano. Éste surgió -antes que del innegable impacto italiano- de las corrientes costumbristas y sainetescas que habrían arraigado, previa transformación, en el cinema republicano y se habrían mantenido, pese a las extraordinarias dificultades, en cierto cine español de la posguerra (la obra esencial de Edgar Neville; el Sáenz de Heredia de la seminal El destino se disculpa, rodada en 1945, inspirada en un relato de Fernández Flórez y de inequívoca aunque muy poco citada influencia en el cineasta valenciano).
La trascendencia histórica del primer Berlanga -el de Esa pareja feliz (1951, codirigida con Bardem), y Bienvenido, Mister Marshall (1953, con participación en los diálogos de Miguel Mihura)- debemos situarla, entonces y en parte muy sustancial, en su intransferible forma de heredar, asimilar y revitalizar el nutriente sustrato costumbrista español, revitalización que lleva unido un estéticamente decisivo proceso de progresiva elevación y crispación de la mirada, del punto de vista (literal o metafórico) del narrador. Similar en ciertos aspectos, y salvando las distancias de todo tipo, a las fracturas, resultantes en parte de los cruentos avatares históricos de España, surgidas en determinado momento en las obras de Goya o Valle-Inclán a partir de materiales de partida igualmente costumbristas y populares, dicho proceso parece ahora motivado por la barbarie franquista y la gangrena moral y política de la posguerra, que, una vez más en el arte español, vuelven a enturbiar las verbenas y a desencajar los rostros de unos castizos personajes sainetescos y zarzueleros que pululan por el cine español desde su periodo mudo.
Desde principios de los años sesenta, definitivamente convencido de que “el camino es el esperpento” y gracias a la colaboración de su coguionista Rafael Azcona, Berlanga realizará su más negro y devastador tríptico, cumbre de un cine español moderno popular y virulento, que el franquismo tratará de esquinar a toda costa: Plácido (1961), La muerte y el leñador (episodio de Las cuatro verdades, 1962) y El verdugo (1963). Las tres dibujan, con brutal trazo negro, universos caóticos y proliferantes, grotescos hormigueros humanos de los que forman parte, confundiéndose, las castas bajas del franquismo y las humilladas, acomodaticias e insolidarias clases populares.
Un muestrario de la desolada faz de un proletariado devastado, visto con extrema lucidez pero al que se dota de la proximidad física de (y de la posibilidad casi inevitable de identificación con) actores “de tripa” tan singularmente extraordinarios como José Luis López Vázquez o Pepe Isbert (verdugo y perdedor, ejemplo sublime del personaje berlanguiano mezquino, lacerado, sobreviviente), pero donde también se mueven sin cesar, entre una extensísima y gloriosa nómina, Cassen, Xan das Bolas, Luis Ciges, Alfredo Landa, Julia Caba Alba o Félix Fernández. Los célebres planos-secuencia (combinados con un magistral uso de la profundidad de campo que permite al cineasta combinar hasta tres acciones simultáneas) a través de los que nos muestra su desgarrada queja ante la mezquindad y la desolación de esa pobre gente española constituyen la matriz última, la desconsolada y cómica destilación formal y final de su estilo. Modelo reducido de la incómoda realidad mostrada, sin fuera de campo a donde huir, Berlanga otorga a sus personajes la (im)posibilidad caótica de que vomiten su egoísmo colectivo, su frustración y violencia, su energía desperdiciada e inútil, mientras se cruzan y rozan unos con otros sin apenas oír ni entender nada, intentando hacerse un hueco imposible en la inhabitable piel de toro franquista.