Woody Allen, en el rodaje de Midnight in Paris.

Qué romántico sería imaginar la figura de Woody Allen como la de otros cineastas clásicos -pensamos, claro, en Orson Welles, Anthony Mann o Nicholas Ray; pero también en el regreso de hijos pródigos como Fritz Lang o Jean Renoir-, embarcados en un forzado exilio europeo a la busca de capital fresco que subvencione sus ideas (cada vez más) otoñales.



Qué mejor final de carrera se le puede imaginar precisamente a él, un cineasta que gestó los cimientos de su obra tomando como modelo la base piramidal sobre la que se erigió el nuevo cine de autor europeo (Godard-Fellini-Bergman), y cuyo reconocimiento, de público y de crítica, ha sido siempre mucho más relevante en el viejo continente que en su país de origen. Por desgracia, la realidad posee un lado poco poético, y lo cierto es que tras Melinda y Melinda (2004) y con setenta años recién cumplidos, Allen se vio obligado, tras diversos problemas financieros y la ruptura con algunos de sus colaboradores más antiguos, a abandonar su adorado Manhattan -metrópolis indisociable, la ciudad de Nueva York es tanto personaje como dramaturgia y estética a lo largo y ancho de su obra- para así poder seguir produciendo películas con su tan endiablada como conocida voluntad estajanovista (el cineasta lleva realizando una película anual desde el ya lejano 1977, año de Annie Hall).



Decorados de museo.

Lo cierto es que para cuando el director aterrizó en Londres para realizar Match Point (2005), su obra llevaba ya tiempo desinflándose. Allen había iniciado la década recuperando guiones escritos en su juventud y del que surgieron unas comedias tan alocadas como Granujas de medio pelo (2000) y otras tan deslavazadas, torpes y falsamente ingenuas como Una final made in Hollywood (2002), por citar la peor. Parecía que el cineasta estuviera más centrado en el correcto desarrollo de los gags humorísticos que en conferir cierta entereza al resultado global, una tendencia que, lamentablemente, ha llevado consigo en su exilio llegando a alcanzar la risibilidad estilística en películas como Scoop (2006), Vicky Cristina Barcelona (2008) -pasan los años y el título sigue resultando igual de horrible- o Conocerás al hombre de tus sueños (2010), donde se encuentran algunas de las peores secuencias jamás filmadas por el director neoyorquino. Es irremediable redimir esa sensación de que Allen está viviendo su exilio como un turista aventajado y, como tal, ha adoptado para su obra una mirada que, a modo de homenaje, intenta retratar las ciudades como si fueran exquisitos decorados de museo.



De ahí que, tras su regreso a Francia con Midnight in Paris (2011), que cuenta con el aderezo mediático de Carla Bruni en su reparto -y a la espera de lo que surja de su aventura italiana en el 2012 con The Wrong Picture-, se pueda asegurar que lo más interesante del Allen europeo pase tanto por la asimilación del pathos delineado por Dostoyevski en El sueño de Cassandra (2007) como por la revisitación del melodrama en negro de la memorable Match Point. Dos filmes de carácter trágico que nos recuerdan que la obra de Allen ya no se mide por la calidad si no por la cantidad.