Los protagonistas. Jane Birkin y Sergio Castellitto

Una mujer, un hombre y un circo. Elementos de un cuento antiguo. Es todo lo que necesita Jacques Rivette para entregar la que probablemente sea su obra más sencilla y delicada, en la que muchos encontrarán la esencia destilada de su cine, y no sólo porque sea el más corto de sus largometrajes. Acostumbrado a realizar filmes que no bajan de los 150 minutos, El último verano apenas dura 85. La mujer es Kate (Jane Birkin) y el hombre es Vittorio (Sergio Castellitto). Leyendas del cine europeo a los que ha reunido de nuevo el último de los supervivientes de la Nouvelle Vague (junto a Godard), y a quienes filma bajo el rigor del plano sostenido, sin apenas recurrir al movimiento y tomándoles casi siempre de cuerpo entero. Un hombre y una mujer en un circo que recorre los pueblos franceses a las faldas del Pic Saint-Loup, zona de leyendas provenzales donde Rivette ya filmó su obra maestra La bella mentirosa (1991) y que adquiere una gran importancia contextual en el relato. De hecho, el título original del filme es 36 vues du Pic Saint Loup.



En la seminal Los amantes (1958), Louis Malle propiciaba el encuentro de la pasión entre Jeanne Moreau y su amante del mismo modo en que lo hace ahora Rivette. A Kate, al principio del filme, se le ha averiado el coche en mitad de una carretera perdida, y un hombre, Vittorio, se detiene a arreglarlo. El momento funciona como la metáfora del filme, pues ese hombre, siempre en movimiento, tendrá por misión desde entonces arreglar a una mujer "averiada", una acróbata que acaba de regresar al circo después de quince años alejada de él, guardando duelo por un ser querido. En verdad, lo que se activa es un cuento tradicional, uno sobre princesas encerradas, misteriosos caballeros y dragones. Como en Paris nous appartient (1961), en Los locos viajes de Céline y Julie (1974), en La banda de los cuatro (1989), el mundo es de nuevo un escenario para Rivette, que apenas se detiene a distinguir entre lo que ocurre en la vida y lo que se decide en las tablas, o en la arena del circo... como Max Ophüls.



En el juego de representaciones que pone en marcha Rivette en El último verano no hay lugar para la pasión, pero sí para el misterio. Como casi todas sus películas, lo que importa es cómo los secretos de la vida se van desvelando a través de los mecanismos del arte. En este caso, las situaciones en las que Kate y Vittorio van desnudando su extraña relación, su lugar en el mundo, se conjugan con diversos números circenses filmados con enorme sencillez, desde unos payasos sin gracia, ahogados en la nostalgia ("somos los últimos clásicos", dicen), a un arriesgado número con látigo que tendrá un efecto catártico para Kate. En esta relación de dependencia entre los enigmas de la vida y los misterios de la representación, el propio Rivette parece despedirse al final de la película a través de los actores. Uno a uno, salen de la carpa del circo (de detrás del telón), saludan a cámara, se inclinan ante ella y nos dicen adiós.