La Academia de Cine celebra, entre dimisiones, reproches y demás descargas, sus 25 Premios Goya el domingo en el Teatro Real. Balada triste de trompeta, de Álex de la Iglesia, También la lluvia, de Icíar Bollaín, Buried, de Rodrigo Cortés, y Pan negro, de Agustí Villaronga son las favoritas. Mario Camus, que recogerá el Goya de Honor y que acaba de reeditar “29 relatos” (Valnera) nos recibe en su rincón cántabro.
Mario Camus vive en un lugar suspendido en el tiempo. Una casa colindante con un muro de piedra antigua y frondosos arbustos, junto a la plaza del ayuntamiento de Ruiloba, donde uno llega desde Madrid bajándose en la estación de Torrelavega, a pocos kilómetros de Santander, y viaja treinta minutos en coche cruzando minúsculas pedanías resguardadas por valles y montañas. Su saludo es afable, agradecido por la consideración de que la entrevista no se realice por teléfono: “Es muy frío. Me resulta imposible mantener una conversación sin mirar a los ojos de quien me habla. Gracias por el viaje”. A excepción de un perro holgazán, la plaza está desierta y es la una en punto, pero el reloj de la iglesia marca las 11.15 desde hace tanto tiempo que Camus ya no recuerda cuándo se detuvo. “Aquí ya no queda nadie. En este pueblo viven tres nonagenarios, ocho octogenarios y el resto somos septuagenarios”. Su apariencia de atleta envejecido es envidiable para un mortal que cumplirá 76 años en abril.
El rústico hogar que habita con su mujer, Concha, no queda lejos de la casa de su infancia, en Vernejo, un remanso de paz donde regresó después de cincuenta ajetreados años viviendo en Madrid. Por un pertinente azar, ese medio siglo “entregado al oficio de hacer películas” pasa por delante de sus ojos en el espacio de tres minutos. Antes de entrar en materia, quiere mostrar el vídeo que se proyectará el domingo en la gala de los 25 Premios de la Academia de Cine, justo antes de que cruce al escenario del Teatro Real para recoger el Goya de Honor. “Tenía mucho miedo de este corto. Pedí que prescindieran de todos los testimonios de gente hablando bien de mí”. En el elegante montaje realizado por Arancha Aguirre, desfila su cine comprimido en dosis muy medidas, fotos de rodaje y escenas de Young Sánchez (1964), Los días del pasado (1970), Fortunata y Jacinta (1980), La colmena (1982), La casa de Bernarda Alba (1987), y también, como momento estelar, el famoso “milana bonita” de Paco Rabal en Los santos inocentes (1984). La pieza es un hermoso tributo, pero nunca asoma el tono hagiográfico. De pie, junto a su mujer, el director parece conmoverse ante esos hermosos fogonazos de vida, su vida, que saltan desde la pantalla. “Es un trabajo precioso. Estoy muy contento”, murmura.
Será de las pocas palabras de satisfacción que el cineasta se permita murmurar a lo largo de la tarde sobre todo este asunto. En la rueda de prensa que dio tras conocer el destinatario del premio, la honestidad de Mario Camus rompió el guión cuando soltó aquello de que “todo esto es un latazo”. Inmediatamente se formó el revuelo. “¡Qué desconsiderado!”, clamaron algunos. “Me cabrea la repercusión que ha tenido. Yo siempre digo lo que pienso, y además viviendo aquí, tan aislado de todo, es más fácil no callarme. Me de mucho rubor que se hable tanto de mí”. Su humildad no es disimulada. Aparecerá una y otra vez, ensamblada al discurso de su memoria, con expresiones que quieren alejarse todo lo posible de cualquier atisbo de vanidad. “El cine tiene dos lados: el de las películas, que es el que me interesa, y el que va por fuera, que simplemente detesto. No soporto las alfombras rojas, las celebridades, los trajes oscuros, los focos y los púlpitos. Todo eso son meras pamplinas”.
Discurso didáctico
Muy a su pesar, su amigo Reyes Abades ha hecho campaña durante años dentro de la Academia de Cine para que, como ha ocurrido con compañeros a quienes Camus conoce y conoció muy bien -Rafael Azcona, Miguel Picazo, Tony Leblanc, José Luis López Vázquez, Alfredo Landa...-, fuera debidamente reconocido. O recordado. “Si esto ayuda a recuperar la visibilidad de mi cine, bienvenido sea, pero no es algo con lo que esté encantado...”. Se sienta en uno de los varios sillones de su lugar de trabajo, un despacho-biblioteca en la planta superior de la casa, con pilas de DVD surgiendo del suelo y libros cubriendo las paredes. Sobre su escritorio descansa el ensayo Jean Renoir de André Bazin. “Estoy trabajando en el discurso y buscaba en Renoir alguna inspiración. Aunque al principio pensé en apuntar algunas cosas que no me gustan de esta industria, al final será un discurso didáctico. No quiero enfrentarme a nadie. El cine me ha dado muchas cosas, y eso es lo que debo transmitir, aunque tenga que morderme la lengua. Pero no voy a meterme en más líos. Me han colocado en esto sin haberlo buscado, y las cosas son demasiado evidentes como para que yo las señale”.
Una vez que ha entrado en materia, advertimos que para Mario Camus hay varias cosas que debemos dar por evidentes: que la Academia de Cine “es una institución de nombre petulante que no sirve para nada”, que hemos permitido que el “cine americano sea un gran centro comercial y el nuestro solo unos puestos de melones en la carretera”, que en España “un fracaso se castiga de manera terrorífica y un éxito no se rentabiliza mucho”, o que, mejor que un premio, por qué no le producen una película. “Sólo fui miembro de la Academia durante seis meses, porque me lo pidió Fernando Rey, pero un buen día dejé de pagar la cuota. Es sólo un mecanismo de promoción dirigido a quienes se deslumbran con los ritos hollywoodenses. Todo este jaleo que se ha montado con la dimisión de Alex de la Iglesia es como un programa de cotilleos, una cortina de humo para no hablar de lo que verdaderamente importa”. Y da un manotazo al aire como queriendo zanjar el tema y pasar a otra cosa.
Su locuacidad es indómita, imposible de transcribir, apenas permite hilar fragmentos de una disertación que avanza a trancas y barrancas, que se sumerge con frecuencia en la anécdota y se refuerza con discursos que uno se ve obligado a reproducir. Por ejemplo, respecto al convulso debate en torno a los derechos de autor: “Durante un tiempo fueron como nuestra pensión, pero en algún momento las leyes se cargaron la noción de propiedad intelectual. Los autores perdimos nuestros derechos en el momento en que el cine español empezó a regalarse en los quioscos. En un día, se distribuyeron en prensa 850.000 copias de Los santos inocentes. No vi ni un duro. Quizá nosotros mismos no hemos sabido protegernos. Ahora que las descargas también afectan a las grandes corporaciones, entonces es cuando se movilizan. Baroja dijo que ‘la ley es como los perros, solo ladra al que va mal vestido'. El capital y las grandes corporaciones siempre ganarán”.
Dentro y fuera
Añade que no le preocupa un comino que la gente se baje títulos suyos gratuitamente: “Es buena señal, significa que mi cine se sigue viendo. Cuando Basilio Martín Patino me dice que ha colgado todas sus películas para que la gente las vea gratis, me parece perfecto. De eso se trata. De todos modos, no estábamos cobrando nada”. Cualquiera diría que el tono combativo procede de una legendaria subversión, que son palabras propias de un creador que opera en los márgenes de la industria. Pero el cine de Camus nunca ha representado eso. El historiador Santos Zunzunegui ha sabido ponerlo en palabras: “Es difícil encontrar en ninguno de sus coetáneos [la denominada generación del Nuevo Cine Español] una voluntad similar de inserción en la industria y de hacer del oficio de cineasta una dedicación vivida desde patrones de estricta profesionalidad”. Mientras escucha estas palabras, Camus asiente con la cabeza: “Eso es verdad. Cuando salimos de la Escuela Oficial de Cine, a ninguno nos cabía en la cabeza hacer películas por dinero, queríamos marcar un estilo. Pero mi convicción es que debía entrar como uno más de la profesión, y por eso hice muchos encargos, musicales, comedias, lo que hiciera falta. Aparte de esos trabajos alimenticios he sabido también encontrar mi hueco para levantar proyectos más personales, como la serie de televisión Fortunata y Jacinta, que es el trabajo que más satisfacción me produce, o El color de las nubes, o Sombras en la batalla”.
¿Se considera Mario Camus un superviviente? “Absolutamente. Si piensas un poco en compañeros de mi generación... Es una cabronada. Cómo es posible que un hombre del talento de Miguel Picazo no haya hecho más películas, que Carlos Saura siga filmando bailes, o que José Luis Borau haya salido de la profesión con ocho películas escasas, o Paco Regueiro, el talento descomunal que tenía y lo poco que hizo. Es una generación a la que no se le ha sacado el partido que debía. Si yo he sobrevivido es porque nunca he sido un estorbo para nadie”.
La aventura de esa supervivencia se deja entrever en su libro 29 relatos, que ha editado Valnera recientemente y que incluye las reediciones de la antología de cuentos Fuego fatuo (2004) y Apuntes al natural (2007), un conjunto de breves historias que conforman una suerte de memorias literarias. “Lo escribí de corrido, imitando un poco a Baroja. No hay nada que sea falso, nada escurrido. Lo único que he tenido que hacer es afinar la memoria”. Siete capítulos que glosan “momentos significativos” en la vida del director, como su descubrimiento del cine en un colegio de monjas (Se proyectaba Raza); su experiencia de figurante en el rodaje de Alexander The Great, un cine vacío en Ávila viendo El tercer hombre con el guionista Miguel Rubio, el encuentro con Joseph Mankiewicz en Berlín o con Red Butler en Cannes, la muerte en soledad de su amigo Daniel Gil... “Me he complacido en la nostalgia escribiendo estos relatos, pero es increíble cómo los recuerdos de infancia son los más poderosos. Todo es infancia, como dijo el poeta Claudio Rodríguez, es muy difícil que tu personalidad cambie un ápice después de atravesar esa edad. Todo lo que he hecho después ha sido desarrollar lo que la infancia sembró en mí”.
Acostumbrado a entregar por año una película o serie de televisión -La forja de un rebelde, Curro Jiménez, Truhanes...-, en la última década apenas ha podido realizar dos largometrajes: La playa de los galgos y El prado de las estrellas. Tiene un guión terminado, “la que podría ser mi última película, y la única que rodaría enteramente en Santander”, pero por muchas puertas a las que llame, no recibe respuestas. “Así están las cosas, y hay poco que se pueda hacer al respecto”. Se ha permitido ahorrar en sus memorias literarias los penosos procesos de buscar dinero para seguir haciendo películas. “Dejar esa decisión en manos de los consejeros de Cultura me parece muy duro, y un gran error. Es muy triste escuchar a mi edad bobadas como ‘lo que no es rentable, no hay que pagarlo'. Es un milagro que en ese contexto aparezcan películas como Los lunes al sol, o que Borau pudiera hacer Furtivos. Empiezo a pensar que las joyas del cine español se han hecho a rastras, siempre en contra. Nieves Conde también hizo Surcos en contra de toda la profesión”. Redirige entonces sus dardos a la Academia, de cómo debería dedicarse a dar trabajo a la profesión y a lustrar las copias rotas de nuestro patrimonio cinematográfico. “Es inconcebible que no exista una copia decente de Surcos. Ahora que se hacen tantos milagros... La tecnología debería servir para estas cosas, ¿no?”. Y la duda queda suspendida en el aire, mientras Camus acaso rumia por dentro en qué condiciones se librará la batalla entre el tiempo y su obra.
Delibes y Aldecoa
“Yo ya estoy muy fuera de todo esto”, dice distraídamente, bajando la mirada, con el ademán de levantarse. No es fácil distinguir si se refiere a su legado creativo, a las circunstancias derivadas del premio o a la propia entrevista. Quizá a una mezcla de todo. Aunque el reloj de la Iglesia siga marcando las 11.15, ya son las seis de la tarde. Hay que pedir disculpas por el tópico, pero la conversación termina después de haber pasado cinco horas con Mario. La invocación de la obra de Miguel Delibes genera otro pertinente azar, y aunque la adaptación de la literatura del escritor vallisoletano es la que más prestigio ha dado al cine de Mario Camus, probablemente los filmes que mejor se han defendido frente al paso del tiempo son los que resultaron de la convergencia con su querido Ignacio Aldecoa, obras tan olvidadas pero tan enérgicas como Young Sánchez, Con el viento solano y Los pájaros de Badem-Badem. Antes de despedirse, Camus rememora algunos capítulos embarazosos de su timidez casi patológica: “En mi primer rodaje, Los farsantes, casi no pude dar instrucciones al equipo. Mi timidez me ha jugado muy malas pasadas...”. Al fin y al cabo, es comprensible que se resista a aceptar la idea de verse obligado a hablar frente a toda la profesión.
-¿Y si aprovecha para pedir productor, como Bardem?
-Para lo que le valió. No le hicieron ni caso y le dejaron a la deriva. Fue algo terrible. Y murió poco después. No, el domingo no oirán ninguna súplica de mi boca. Ya me han dado más de lo que he pedido.