El baile de la victoria o las huellas de la memoria
Riicardo Darín en un momento de El baile de la victoria
Una película sin fronteras, un homenaje al cine como refugio. Así define el escritor chileno Luis Sepúlveda el último trabajo de Fernando Trueba, El baile de la victoria, que se estrena hoy en nuestro país y que ha sido seleccionada para representar a España en la próxima edición de los Oscar.
Es enternecedora la participación actoral del autor de la historia, interpretando a un crítico de danza que asiste a la fuerza a un espectáculo único e irrepetible. Conociendo la pasión de Skármeta por la hípica, que compartimos durante nuestros años de exilio en Alemania y enterado por la prensa de que protagonizaba un pequeño papel, esperé encontrarlo como un jockey del club hípico de Santiago, mas al verlo en escena tipeando un artículo con dedos lentos vi al gran escritor galopando en la pista que más le agrada. El destino de las películas, por sobre la voluntad de los productores y los esfuerzos mediáticos es incierto, sin embargo no me cabe ninguna duda de que El Baile de la Victoria será una película de culto, una de esas películas que soportan el paso de los años sin perder color, calor y textura.
Me considero un seguidor muy fiel del cine de Trueba, sin duda uno de los realizadores europeos de más peso, que con El Baile de la Victoria consigue una vez más ese lenguaje inconfundible del cine universal. Es cierto que esta película está entre las seleccionadas para representar al cine español en los óscar, pero es mucho más que eso, no tiene fronteras, y si las tiene, éstas son las de la sensibilidad, y dudo que haya un habitante de la Tierra inmune a lo que este gran director ofrece. Fernando Trueba tomó una historia chilena, la observó a través de la cámara y la convirtió en una emocionante historia de perdedores ilustres: una mujer joven que danza su dolor, un reventador de cajas fuertes al que le han reventado el corazón, un joven ladrón de caballos que galopa entre la desesperanza de un Chile recién salido de la dictadura, un enano que teje la alfombra del destino, y un sicario chantajeado por los opresores con la misión de torcerlo.
El Baile de la Victoria es una de esas películas que, cuando terminan los créditos, lo dejan a uno durante varios minutos fundido a la butaca y, luego, al salir del cine, encender un cigarrillo, decidir a qué bar meterse, hacen sonreír y exclamar qué bueno que todavía se hagan películas así. Han pasado varias horas desde que la vi, y la memoria me pasa una y otra vez algunas escenas conmovedoras que son todo un homenaje al cine como refugio salvador: una sala subterránea como el infierno en la que se proyectan películas XX pero que, pese a lo sórdido y degradante, salvan de un exterior diurno casi sin luz, de una lluvia fría que cae inmisericorde como si quisiera limpiar la ciudad de las atroces huellas de la dictadura.
Fernando Trueba tomó una historia, la pasó por la magia de su cámara y la transformó en un poema. Ni más ni menos. Lo dicho: qué bueno que todavía se hagan películas así.