La Reina
Director: Stephen Frears
9 noviembre, 2006 01:00Helen Mirren en La Reina, de Stephen Frears
Alguien puede imaginarse una película española que se ocupe de pormenorizar las distantes relaciones entre el Rey Juan Carlos y José María Aznar (una tensión de la que había en su día indicios más que notables), protagonizada por ambos, con Ana Botella y la reina Doña Sofía jugando una a la contra de la otra, a medio camino entre la Zarzuela y la Moncloa, todos ellos interpretados por actores conocidos, pero capaces de conferir plena credibilidad a sus respectivos personajes, sin caer nunca en la tentación fácil de la parodia grotesca ni en la caricatura de los guiñoles, y tomándose complemente en serio el trabajo disolvente de la ironía…?Bien, es cierto, debemos reconocer que la pregunta anterior se contesta sola -incluso si ponemos a Zapatero en lugar de Aznar- a poco que echemos un vistazo a los modos y temas habituales del cine patrio, pero es que resulta casi inevitable planteársela cuando uno contempla en nuestras pantallas a Tony Blair y a la reina Isabel II en bata de andar por casa, levantándose de la mesa para fregar los platos o saliendo de la cama sin maquillaje, mirándose de reojo con soterrada desconfianza mutua, manteniendo tensas, pero educadas conversaciones telefónicas y jugando una envenenada partida de póker con profundo calado político bajo una fuerte presión popular de la ciudadanía...
El espectáculo es digno de las más peculiares tradiciones británicas. Sólo en el país donde la grosera basura de los tabloides amarillistas comparte espacio con la sutil ironía del humor más civilizado, donde la muerte de una moderna princesa plebeya puede hacer tambalearse a la añeja institución monárquica, y donde las tradiciones realistas del cine nacional tienen un profundo arraigo (desde la fecunda escuela documentalista de los años treinta hasta la obra de Ken Loach, Mike Leigh o Stephen Frears), un retrato sarcástico de reyes y gobernantes puede vadear las aguas del drama y de la comedia, del realismo y de la fábula, sin fisura ninguna y sin despeñarse jamás por el precipicio.
También es verdad que convendría no dejarse deslumbrar por el brillo indudable del artefacto. Los méritos de este sabroso juguete, que recaen tanto en el habilidoso guión de Peter Morgan, como en la sabia dosificación de registros administrada por Stephen Frears y en la memorable creación de Helen Mirren (digna de un capítulo aparte), conviven en armonía con sus propias limitaciones. La representación despliega, es cierto, una finísima sátira capaz de abrir en canal las intimidades de Balmoral y de Downing Street cuando la muerte de Diana Spencer, princesa de Gales, enfrenta a un bisoño y avezado primer ministro laborista con su soberbia y vulnerable alteza real, pero su desarrollo deja al descubierto algunas insuficiencias notorias.
En primer lugar, porque esta es, sobre todo, una función de actores, a quienes el cineasta filma con la prosaica asepsia habitual en una eficaz tv-movie, pero sin capacidad para hacer que los encuadres y la planificación resulten expresivos por sí mismos. Toda la puesta en escena está concebida y desarrollada al servicio de los intérpretes dentro de una opción plenamente deliberada y sin duda coherente con lo que se perseguía, pero este mismo objetivo señala la humildad del lenguaje y los límites de la propuesta.
Por otro lado, lo que empieza siendo una vitriólica sátira de la soberbia deshumanizada con que se comporta una institución anacrónica desde la perspectiva democrática y contemporánea de un joven líder laborista se convierte, poco a poco, en la comprensiva humanización de la reina en base a un tópico de repertorio (la mujer de corazón sensible bajo la máscara de una monarca de hierro) y en la crítica de un camaleónico político de izquierdas capaz de convertirse en adalid de la monarquía para conservar el poder.
Por fortuna, el trabajo de Helen Mirren trasciende las fronteras de una interpretación mimética de la verdadera Isabel II para adentrarse en el apasionante territorio de la creación: aquella capaz de "inventar" un personaje rico y contradictorio, progresivamente consciente de que su escala de valores y su estilo de vida empiezan a verse desplazados en medio de la sociedad contemporánea. Aparece así una figura de atractiva humanidad y de notable enjundia dramática, una criatura fruto de la ficción, pero dotada de tanta verdad que muy probablemente nos hará contemplar de ahora en adelante a la verdadera reina de Inglaterra como un ser de ficción, una barata imitación, casi caricaturesca en su rígido y desfasado anacronismo, de la atractiva reina cinematográfica.