Tom Tykwer estrena "La princesa y el Guerrer
Locura de amor y azar
6 junio, 2001 02:00¿Quién ha dicho que los alemanes son fríos e impasibles? La gran esperanza blanca del cine teutón, Tom Tykwer (Corre Lola, corre), demuestra con La princesa y el guerrero -que llega este viernes a nuestras pantallas- que aún hay un hueco para las fábulas románticas en el siglo XXI. El azar y el amor son dos líneas paralelas que coinciden en un asombroso punto de fuga: la predestinación que nos unirá, cósmicamente, con nuestra alma gemela.
No obstante, la última película de la gran esperanza blanca del novísimo cine alemán no intenta ser representativa de un sentimiento localizado en un tiempo y espacio concretos. En ella no existen ni tiempo ni espacio: como en los buenos cuentos de hadas -y un cuento de hadas se define a sí mismo como ese género en el que los personajes consiguen salvarse mutuamente gracias al amor (gratuito, casual) que se profesan-, la propia narración delimita unas coordenadas espacio-temporales que sólo le pertenecen a ella y a nosotros, espectadores privilegiados de la meteorología emocional de los caprichos del destino. A que sintamos la mágica atmósfera que envuelve a este cuento contribuye una brillante, pausada puesta en escena, que nos recuerda que, en efecto, el cine puede ser la más hermosa de las sesiones de hipnosis posibles.
Aristócratas de la emoción
En este cuento, hay una princesa -que para más inri se llama Sissi, como la emperatriz rosa que hacía soñar con delirios de grandeza a las niñas del franquismo- y un príncipe. Ambos han sido destronados: Sissi (Franka Potente, la Anna Karenina de Tom Tykwer), enfermera a la fuerza, ha vivido encerrada toda su vida en el hospital psiquiátrico que la vio nacer, y Bodo (Benno Förmann), ex casco azul que ha perdido su fuerza y su voluntad, llora en los entierros de los desconocidos, grita en mitad de la noche y no se deja abrazar por la vida. Ambos han dejado de tener esperanzas: dos aristócratas de la emoción que, seducidos por el infortunio, en permanente huida de sí mismos, han enterrado sus cetros, han tirado la toalla y han olvidado su posibilidad de futuro. Dos amantes del círculo polar que están esperando ese momento que el azar ha construido sólo para ellos. El azar es la energía centrípeta que mueve todas las cosas. Como en el cine de Krzysztof Kieslowski y Julio Medem, una mirada de reconocimiento, una carta, un accidente, pueden concertarnos una cita a ciegas con la persona sin rostro que amábamos en secreto. En La princesa y el guerrero, una carta enviada por Dios -por ese demiurgo que vive en los últimos confines del paraíso, alter ego del cineasta creador- hace que la princesa y el guerrero se encuentren debajo de un camión. A él le huele el aliento a menta y el sudor a dulce; a ella le quema en los pulmones. él desaparecerá en la anestésica neblina del pre-operatorio, pero ella tendrá en sus manos un botón -el zapato de cristal de La cenicienta- de su cazadora militar.
Sissi buscará con el mismo empecinamiento, obcecado y taurino, de Ewan MacGregor en la extraordinaria y subestimada Ojos que te acechan. Sissi buscará al hombre que la salvó porque sabe que su encuentro es la demostración de lo inevitable: dos caras de una misma moneda han podido mirarse a los ojos. Después del rechazo del guerrero, que ahora aparece ante nosotros como un samurai esquivo y hostil, habrá otra oportunidad: Sissi le salvará en una secuencia extraordinaria -la del atraco al banco- que demuestra hasta qué punto Tykwer domina los hilos de esta historia de locura de amor y azar.
Paréntesis de irrealidad
Todo atisbo de verosimilitud ha desaparecido por completo: del mismo modo que ninguna ambulancia acudía a auxiliar a Sissi en medio de su atropello, ninguna patrulla de policía parece acudir a la cámara acorazada del banco para detener a los ladrones. Las dos operaciones de salvación se desarrollan entre paréntesis que desprecian la lógica realista con la misma contundencia con que un matemático desprecia un decimal molesto. Tykwer sabe cuál es el precio que hay que pagar por arriesgarse: soportar los insultos de los cartesianos del guión, todos aquellos que creen que una película es una concatenación de relaciones de causa-efecto. Como la obra de un Jean-Luc Godard primerizo o un Léos Carax neorromántico, La princesa y el guerrero hace equilibrismos sobre el alambre que separa lo ridículo de lo sublime. De la sensibilidad del espectador depende que sea lo uno o lo otro.
Los que hayan visto Mortalmente María y Wintersleepers no podrán negar la coherencia de la política creativa de Tykwer. Todas sus películas -y Corre Lola corre es la máxima expresión de esa política- hablan del azar como motor primigenio de la vida humana. No es extraño que la antesala a la felicidad, a la aceptación del reconocimiento del amor de los dos personajes, se sitúe en el castillo de la locura, ese lugar en el que nada da igual pero en el que nada puede ser como antes. Será después de hundirse en el foso de los cocodrilos que Sissi y Bodo podrán acceder a su verdadero camino. Será después de desdoblarse en dos espíritus gemelos que Bodo, como Carmelo Gómez en Tierra, podrá dejar de llorar lágrimas de pérdida por lo que podría haber sido y no fue. A esas alturas, puede parecer que La princesa y el guerrero intente acumular demasiadas cosas en un solo paquete y, al final, su obsesión por cuadrar el círculo resulte acaso terca y excesiva, pero lo cierto es que el infinito placer que nos proporciona disfrutar de este cuento para románticos que no quieren crecer no abunda en las carteleras. Afortunadamente, el cine también puede ser un acto de amor.