Ilustración de Adolphe Millot en 'Nouveau Larousse illustré'.

Ilustración de Adolphe Millot en 'Nouveau Larousse illustré'.

Entre dos aguas

Clorofila, divino tesoro: un agradecimiento a la vida vegetal

Publicada

Gracias a la vida es el título –inspirado en la inolvidable canción de Violeta Parra– con el que Miguel Delibes de Castro ha bautizado su último libro (Destino, 2024), un bello canto a la vida que existe en nuestro planeta. Protagonistas del libro son microbios, lombrices, buitres, escarabajos, murciélagos, ostras, zorros, más el fitoplancton y las “malas” hierbas. De todos los citados los más importantes son el fitoplancton y las plantas, de las que las “malas” hierbas son sus humildes representantes.

El fitoplancton, grupo de organismos acuáticos, posee, al igual que las plantas, una propiedad fundamental para la existencia y mantenimiento de la vida animal: su capacidad fotosintética. “Los organismos que realizan la fotosíntesis –escribe Delibes de Castro– matan, si puede decirse así, tres pájaros de un tiro, y los tres nos afectan profundamente.

Por un lado, expelen el oxígeno que necesitamos para respirar. Por otro, se los llama productores primarios, porque fabrican su propia materia viva y la que consumimos todos los demás (los humanos como el resto de los animales, somos heterótrofos, esto es, necesitamos consumir sustancias orgánicas fabricadas por otros). Por fin, para hacerlo captan dióxido de carbono, el gas que está llevando el efecto invernadero más allá de lo deseable y provocando el calentamiento global”.

Cómo no celebrar la vida animal, pues es la nuestra, la de los Homo sapiens, pero más necesario es dar gracias a la vida vegetal, sin la cual, hay que insistir en ello, no estaríamos aquí. Recordemos que si los reptiles prosperaron al abandonar las aguas marinas –la cuna de la vida– fue porque encontraron en la tierra plantas de las que alimentarse. Y no se olvide tampoco que las plantas descienden de otros organismos fotosintetizadores, las algas verdes marinas.

Desde el punto de vista del conocimiento científico, hay que retroceder a finales del siglo XVIII, a 1779, para encontrar a un médico británico de origen holandés, Jan Ingenhousz, que realizó un conjunto de experimentos que le permitieron establecer la importancia de la luz para las plantas, mostrando que al recibir los rayos del Sol inhalaban un gas “nocivo” (el dióxido de carbono) y emitían otro “purificador” (oxígeno), resultados que incluyó en un libro publicado en Londres en 1799: Experimentos sobre vegetales: descubrimiento de su gran poder de purificar el aire común con la luz solar.

En cuanto a la pregunta de cuáles son los componentes de las plantas que producen la fotosíntesis, la respuesta llegó gracias a las investigaciones de los microscopistas del siglo XIX y comienzos del XX: es en un pigmento natural de color verde, la clorofila, descubierta en 1817 por dos químicos franceses, Pierre Joseph Pelletier –responsable también de haber preparado en 1820 el alcaloide activo de la corteza de la quina, al que llamó quinina– y Joseph Bienaimé Caventou. Pero fue el químico alemán Richard Willstätter quien más se distinguió en el estudio de la composición química de la clorofila, investigación por la que recibió el Premio Nobel de Química de 1915.

Previa a la fotosíntesis en las plantas, ya existían en la tierra primitiva, unas células procariotas (recordemos, las carentes de núcleo), denominadas cianobacterias, provistas de pigmentos fotosintéticos que las permitían captar energía del Sol y fabricar azúcares, una fuente alimenticia renovable.

Como se liberaba oxígeno a la atmósfera, que era anaeróbica, esta comenzó a cambiar, aunque llevó su tiempo, porque la superficie de la Tierra tomaba ese oxígeno para formar óxido de hierro, un proceso sin el cual la superficie y primeras capas de nuestro planeta serían muy diferentes a como son hoy, y que duró alrededor de 1.200 millones de años, hasta que se saturaron los depósitos de hierro. Fue entonces cuando comenzó a acumularse oxígeno libre (O2), iniciándose así el proceso de transformación de la atmósfera.

Sin oxígeno atmosférico, los dañinos rayos ultravioletas de la radiación solar llegaban hasta la superficie terrestre e incluso a algunos metros bajo la superficie del mar, de manera que los organismos vivos sólo podían sobrevivir en las profundidades marinas. La disponibilidad de oxígeno, aunque fuese en cantidades no excesivamente abundantes, significó que los aleatorios mecanismos evolutivos pudieron generar nuevas formas de vida, dando lugar a las plantas (y tengamos en cuenta la enorme superficie que componen las hojas de las plantas, lugar donde se realiza la fotosíntesis).

Las plantas cambiaron el mundo terráqueo. El incremento de oxígeno en la Tierra propició la vida animal

Estos seres cambiaron el mundo terráqueo. El incremento de oxígeno en la Tierra llevó a un enfriamiento del clima por la reducción del CO2 y a una reducción del oxigeno en el mar, lo que ocasionó una amplia extinción marina.

Pero la disponibilidad de oxígeno en la atmósfera fue aprovechada por una forma de vida diferente a la de las plantas, la vida animal, que poseía la ventaja, con respecto a las formas anaeróbicas, de utilizar unos procesos metabólicos basados en el oxígeno, que son mucho más eficientes que los anaeróbicos, lo que implicaba que la vida dependiente del oxígeno transcurriese a un ritmo más elevado que la anaeróbica, circunstancia que permite comprender la aparición de formas de vida más complejas.

Gracias pues a la vida vegetal, a las plantas, que representan más del 80 % de la biomasa terrestre (la de los humanos es del 0,01 %). De hecho, como si formara parte del espíritu del tiempo, de nuestro tiempo, las plantas están adquiriendo cada vez más protagonismo.

En el plano editorial cabe destacar las obras de dos especialistas en este campo, que bien podrían calificarse de auténticos “apóstoles de las plantas”: el italiano Stefano Mancuso y el español Paco Calvo. Gracias a Galaxia Gutenberg disponemos de una serie de fascinantes y aleccionadores libros de Mancuso, entre los que se cuentan El futuro es vegetal (2017), Fitópolis. La ciudad viva (2024) y La nación de las plantas (2020), en el que se imagina una Constitución Mundial diseñada por las plantas.

De Paco Calvo, mencionaré su Planta sapiens (Seix Barral, 2023), escrito con la ayuda de Natalie Lawrence, en el que se elabora sobre “la inteligencia secreta de las plantas”. “Si podemos entender realmente la experiencia de ser una planta –se lee en este libro–, aprenderemos mucho más sobre lo que significa ser humano. Y también comprenderemos cómo ser nosotros mismos de manera que trabajemos con el mundo orgánico en lugar de destruirlo”. Loable propósito.