La inmensa mayoría de los libros de historia de la ciencia ignoran la relación de China con la ciencia. La narrativa canónica se inicia con algunos apuntes sobre las aportaciones de Babilonia y de la India (en ambos casos especialmente si se trata de Matemáticas y Astronomía), para pasar a los momentos y lugares que se consideran fundamentales: la antigua Grecia, Euclides, Aristóteles, Arquímedes o Ptolomeo; el papel del Islam en la transmisión, con un cierto enriquecimiento, de los logros griegos; Copérnico, Kepler y Galileo, los grandes responsables de que la cosmología heliocéntrica terminara sustituyendo a la geocéntrica, que Isaac Newton culminó y que significó la Revolución Científica, el período de los siglos XVI y XVII en el que se sentaron las bases de la ciencia moderna.
A partir de ahí prosigue la historia con la Ilustración (siglo XVIII), la centuria de los Euler o Lavoisier, cuando fue consolidándose esa revolución, para pasar luego al siglo XIX, el de la teoría de la selección natural, de una nueva medicina informada por la química y la física, de las geometrías no euclideas, y del electromagnetismo. Para finalizar con el prodigioso siglo XX, el de las teorías especial y general de la relatividad, la mecánica cuántica, el descubrimiento de la estructura del ADN, el transistor y los ordenadores, y la cosmología del Big Bang y el Universo en expansión.
Hasta el siglo XIX los responsables de los avances que he citado fueron europeos, a los que a partir del siglo XX se unieron norteamericanos. Pero ¿qué pasó en China, en el Celeste Imperio, de cuya antigüedad y estabilidad ya traté en mi artículo de la semana pasada? ¿Fue una sociedad impasible y retrasada en materias científicas y tecnológicas?
De los siglos XI y XII son las primeras formas conocidas de la brújula y la declinación magnética
La historia contradice esta suposición, especialmente, pero no únicamente, en los dominios tecnológicos, claves para el avance de la ciencia. Cuatro inventos fundamentales, como fueron la imprenta de tipos móviles, la brújula, la pólvora y el papel, se conocieron en China mucho antes que en Europa. La imprenta, cuya introducción se adjudica a Gutenberg a mediados del siglo XV, existía en China al menos desde 1045.
De los siglos XI y XII son las primeras formas conocidas de la brújula y la declinación magnética: un trocito de piedra imán incrustado en un pez de madera, del que sobresalía una pequeña aguja que apuntaba al sur cuando se le hacía flotar en agua. La pólvora, que no fue un hallazgo fortuito de artesanos sino fruto de investigaciones sistemáticas, data de siglo IX y la fabricación de papel del siglo III a. C.
Pero hay muchos otros ejemplos de “precocidad” científico-tecnológica: en astronomía fueron astrónomos-funcionarios chinos los primeros en establecer, al menos desde el siglo VII, que las colas de los cometas apuntan en sentido contrario al Sol, y mucho antes, en el siglo I a. C., observaron y registraron manchas solares, siendo el propio Galileo uno de los primeros en analizarlas y difundirlas en un libro titulado Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari (1613) en donde mostraba sus dudas acerca de su verdadera ubicación.
En siderurgia, los ejemplos de los conocimientos chinos son numerosos (la producción de acero es uno de ellos), y no olvidemos que la medicina fue siempre objeto de atención especial de los chinos, aunque siguió líneas muy diferentes de las europeas como muestra la todavía practicada acupuntura, cuya práctica se remota a 2.300 años a. C.
Y aun así, la Revolución Científica fue un producto neta y exclusivamente europeo. ¿Por qué? ¿Por qué no en China dado su pasado científico-tecnológico? No es fácil, ni seguro, contestar a esta pregunta, pero se pueden adelantar algunas posibilidades. Una reside en la propia, milenaria, estabilidad política y administrativa china, en la que el Estado primaba, frente a la inestabilidad y desarrollo temprano del capitalismo europeo que fomentaba el riesgo, la novedad; acaso también las propias ideas religiosas, con la presencia de un Dios que estableció leyes que gobernaban la naturaleza, leyes que los científicos europeos –Kepler y Newton a la cabeza– trataban de descifrar.
Por otra parte, la creación de nuevas ideas necesita de intercambios, y la complejidad del lenguaje ideográfico chino representó un poderoso factor de inhibición para los intercambios entre China y Europa; es significativo que se produjese tan poca transferencia tecnológica entre ambos mundos habida cuenta de la larga historia de la Ruta de la Seda.
La ignorancia europea, cuando no desprecio, de los logros chinos tardó mucho en desaparecer. El principal responsable de que la historia de la ciencia y tecnología chinas fueran estudiadas y respetadas es un inglés que se había distinguido en la bioquímica, Joseph Needham (1900-1995). Personaje con algunas contradicciones –fue creyente religioso a la vez que marxista–, de él se puede decir que perteneció al “linaje” británico del que formaron parte personajes como Lawrence de Arabia o David Livingston.
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En 1942 –en plena Segunda Guerra Mundial–, Needham viajó a China encabezando la misión científica británica ante el gobierno de Chiang Kai-shek. Allí permaneció hasta 1946, años que aprovechó para fundamentar la que sería la gran obra de su vida: investigar y comprender la historia de la ciencia y tecnología chinas. El fruto fue Science and Civilisation in China, cuyo primer volumen apareció en 1954. Obra tan descomunal como capital, contó con la colaboración de numerosos expertos chinos y todavía continúa ampliándose; hasta la fecha se han publicado 27 volúmenes.
En un libro que la colección Alianza Universidad publicó en 1977, La gran titulación. Ciencia y sociedad en Oriente y Occidente, Needham escribía: “Enorgullezcámonos del innegable hecho histórico de que la ciencia moderna nació en Europa y solo en Europa, pero no reclamemos por eso una patente perpetua. Porque lo que nació en tiempos de Galileo fue un paladín universal, la saludable ilustración de todos los hombres sin distinción de raza, color, fe ni patria, que a todos nos cualifica y de la que todos participamos. ¡Ciencia moderna universal, sí; ciencia occidental, no!”. Hoy, con China participando plenamente de la empresa científica, este comentario es más válido que nunca.