China, lo que no contó Marco Polo
De Cristóbal Colón a Darwin y Magallanes y de la Ruta de la Seda a la de las Especias, Asia ha sido siempre ese oscuro objeto del deseo
Otrora llamada entre otras denominaciones, el Celeste Imperio, Catay (norte de China), Mangi (sur de China) o Sérica, China es hoy protagonista destacada de la política, economía, comercio, ciencia y tecnología mundial, es decir, de mucho de lo que configura el mundo globalizado.
Su irrupción en todos estos ámbitos, el que haya salido de sus fronteras, aunque manteniendo –curiosa paradoja– una cortina que esconde no poco del universo político y cultural que alberga, constituye una novedad histórica. Las razones de aquel extrañamiento son diversas, y sin duda tienen que ver con la cultura, situación, tamaño territorial y modos de gobierno chinos, pero se vio agravado por el sentimiento de superioridad –atributo frecuentemente asociado a la ignorancia, como sucede en este caso– de los europeos.
No obstante, el misionero jesuita, matemático y geógrafo Mateo Ricci (1552-1610), que vivió treinta años en el Celeste Imperio (falleció en Pekín), del que era gran conocedor y autoridad reconocida, escribió admitiendo la inteligencia de sus habitantes: “Es cosa de admiración que esta gente, que jamás tuvo comercio con la de Europa, haya alcanzado casi tanto por sí propios como nosotros con la comunicación con todo el mundo”.
Conviene recordar lo que significaron en el pasado los libros de viajes, la única forma que la inmensa mayoría de la humanidad tenía para saber algo de lo que existía
Esta cita procede de la extensa (350 páginas) y bien documentada “Introducción” del académico y experto latinista Juan Gil (autor bien reconocido por trabajos anteriores sobre navegaciones por el Pacífico) a la edición del libro Historia de las cosas más notables, ritos y costumbres del gran reino de la China (Biblioteca Castro, 2022), que el agustino Juan González de Mendoza (1545-1618) compuso –con materiales de otros, pues él nunca llegó a viajar a China–, y que vio la luz en Roma en 1585, edición seguida el mismo año por otra en Valencia. Da idea de la popularidad que alcanzó esta obra el que se reeditase en Barcelona y en Madrid al año siguiente.
En la era de Internet, de las ubicuas y poderosas redes globales de comunicación e información, conviene recordar lo que significaron en el pasado los libros de viajes, la única forma que la inmensa mayoría de la humanidad tenía para saber algo de lo que existía más allá de los estrechos confines en que se desenvolvía su vida. En el caso de China, inmediatamente viene a la memoria el libro que escribió el mercader veneciano Marco Polo (1254-1324), Il Millione (El millón, pero conocido en español como Los viajes de Marco Polo o Libro de las maravillas).
Los libros de viajes también han jugado su papel en la cultura científica, alguno de ellos en fecha tan tardía como 1839, cuando se publicó la primera edición del libro en el que Charles Darwin describía el viaje –fue su auténtica epifanía en el camino que le llevó a construir su teoría de la evolución de las especies– que realizó alrededor del mundo entre diciembre de 1831 y octubre de 1836 en el Beagle.
Aquella edición formaba parte –era el tercer volumen– de la obra dirigida por el capitán del Beagle, Robert FitzRoy, pero la narración resultó tan atractiva que en agosto de aquel mismo año apareció publicado en solitario, aunque todavía sin que Darwin controlase la edición, algo que logró en 1845. A partir de entonces, llegaron traducciones a numerosos idiomas; en 1899, apareció en español como Viaje de un naturalista alrededor del mundo, la primera de muchas que seguirían en el futuro (todavía está en el catálogo de algunas editoriales).
De hecho, es por la popularidad que Darwin alcanzó con este libro de viajes como se puede entender que cuando el 24 de noviembre de 1859 se pusieron a la venta los 1.250 ejemplares de la primera edición de El origen de las especies, estos se agotasen el mismo día, al ser reclamado en su totalidad por los libreros. Nadie podía, por supuesto, saber cuál era el contenido revolucionario del libro, pero se sentían atraídos por el autor que años antes les había llevado a mundos ignotos que únicamente podían alcanzar a través de la literatura.
Como en tantos otros apartados de la historia de la humanidad, las relaciones de Europa con la China imperial tuvieron una base económica. Bien conocida es la Ruta de la Seda, de la que existen antecedentes que se remontan al siglo I a. C., que llevaba el preciado material elaborado por gusanos desde China a Europa, pasando por la mayor parte del continente asiático. Con el tiempo, a la seda se sumaron otros productos, como las especias.
Es bien sabido que lo que buscaba Cristóbal Colón en su viaje de 1492 era un camino más corto a aquellas tierras de las que procedían riquezas tan deseadas, y otro tanto se puede decir del periplo de Magallanes y Elcano. Y no se olvide otra ruta, esta en sentido opuesto, la de la plata. Europa producía pocas cosas que las sofisticadas economías de Asia podrían desear… hasta que a finales de la década de 1550 empezó a llegar a Europa en grandes cantidades la plata de la América española.
[El último lugar mítico del océano]
Esta plata seguía luego las rutas caravaneras hasta los mercados del Próximo Oriente y China. Una poderosa razón por la que la plata interesaba a China, y también a India, era que los sistemas monetarios chino e indio estaban basados en la plata, y sus economías, la mongola en particular, crecían a mayor velocidad que el aporte interior de plata.
Por entonces, hacía mucho tiempo que Europa y el Próximo Oriente eran mercados habituales para los productos textiles, las joyas y la pimienta indios, así como los ya señalados chinos, y la cada vez mayor disponibilidad de plata a partir del 1560 permitió a los comerciantes europeos comprar cantidades crecientes de productos asiáticos. Sobre el papel destacado que China desempeñó en estos campos entre las décadas de 1570 a 1680 trata otro magnífico libro: Islas de plata, imperios de seda (Acantilado, 2022), del profesor de la Universidad Pompeu Fabra, Manel Ollé.
Establecido este panorama, cabe ahora preguntarse –es una pregunta capital– cuál fue el desarrollo científico y tecnológico de la China ancestral. Pero de esta cuestión trataré la semana que viene.