La ciencia es un edificio populosamente habitado en el que se pueden encontrar todo tipo de personajes e historias. Mirado en su conjunto, pasando por alto los detalles (en los que, ¡cuidado!, que el diablo aprovecha), la impresión general que se puede sacar es que se trata de una construcción compleja, edificada con dificultad y mucho esfuerzo, y que los planos, la geometría, contenidos y finalidad de sus numerosos habitáculos solo están al alcance de los iniciados. Y aun así sabemos que, de hecho, pocos de estos, si es que alguno, puede entender ya el conjunto. Como consecuencia del propio éxito de la ciencia, de su progresiva complejidad, hace tiempo que es territorio dominado por los especialistas, que con dificultad pueden entender las investigaciones de sus similares de otros campos. En parte por esto, por semejante dificultad de comprensión, hay historias que nos deslumbran por su aparente sencillez y profundo significado para el desarrollo científico.
Historias como la de Arquímedes, al que, sumergido en su bañera, le llegó la inspiración, el Eureka (“¡Lo encontré!”), de que un cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje igual al peso del volumen del fluido que desaloja, principio que le permitió determinar si la corona de Hierón era realmente de oro. La de Galileo dejando caer desde la torre inclinada de Pisa dos cuerpos de masas diferentes y llegando a la conclusión de que, salvo por la resistencia del aire, la masa no afectaba a su movimiento descendente, conclusión que Newton incorporó a sus leyes del movimiento y en la que Einstein fundamentó su teoría general de la relatividad. O la historia de Newton encontrando su particular Eureka cuando, mientras descansaba bajo un manzano en la propiedad familiar de Woolsthorpe al ver caer una manzana (¿le daría en la cabeza?), dedujo que la gravitación era un fenómeno universal, responsable tanto de la caída de la susodicha manzana como de que los planetas se muevan como lo hacen. Historias que, por lo que sabemos después de no pocos esfuerzos de investigación, distan de ser ciertas, perteneciendo al fascinante universo de los mitos, lo que no las desprovee de su encanto. Y de un cierto valor pedagógico.
Si la máquina de vapor originó la Revolución Industrial, la generación de corriente eléctrica en grandes cantidades produjo efectos comparables. Somos deudores de Oersted
Aprovechando que en este año de infausta memoria (¿aparecerá en los libros de historia del futuro de manera parecida a cómo lo hace ahora la mal llamada Gripe española, que entre 1918 y 1920 mató a más de 40 millones de personas en todo el mundo?) se cumplen dos siglos de su realización, hoy quiero recordar un experimento que realizó un catedrático de Filosofía Natural (el nombre como se denominaba entonces a la física) de la Universidad de Copenhague con inclinaciones filosóficas: Hans Christian Oersted (1777-1851), junto a Tycho Brahe y Niels Bohr, uno de los tres grandes nombres de la ciencia danesa.
Gracias a que desde 1800 existía un instrumento que había inventado el italiano Alessandro Volta, una pila (o batería) que producía electricidad de manera continua, Oersted pudo realizar en 1820 un sencillo experimento. Sencillo, pero de enormes consecuencias. Tan aparentemente sencillo que en algunas de mis clases de Física o de Historia de la Ciencia, yo trataba de atraer la atención de mis alumnos diciéndoles que seguramente ninguno de ellos podrían haber sido capaces de, digamos, componer los Elementos de Euclides, realizar los experimentos cruciales para la química que llevó a cabo Lavoisier, escribir El origen de las especies de Darwin o idear y desarrollar la teoría especial de la relatividad (ya no digo la general, que eso sí que son palabras mayores), pero sí de realizar el experimento de Oersted y así pasar a la historia de la ciencia. Si se les hubiese ocurrido el experimento, claro.
Lo que hizo Oersted fue colocar un hilo conductor en la dirección del meridiano magnético, suspendido por encima de una aguja magnética. Mientras no circulaba corriente por el hilo, éste y la aguja permanecían paralelos, pero cuando conectaba el hilo a una pila de Volta, y por consiguiente circulaba una corriente por él, entonces la aguja de la brújula se desviaba, tanto más cuanto mayor fuese la intensidad de la corriente. La electricidad afectaba al magnetismo, fenómenos que hasta entonces se consideraban independientes.
Sencillo, sí, pero como decía, solo aparentemente. Había que pensar lo que una disposición tan simple, compuesta únicamente por un circuito eléctrico con una pila, más una brújula, podía revelar. En el caso de Oersted le ayudaron sus convicciones filosóficas. Estudioso de las filosofías de Immanuel Kant y de Friedrich Schelling, terminó siendo influido por la Naturphilosophie, el movimiento filosófico romántico alemán, uno de cuyos elementos era la creencia en la unidad de las fuerzas presentes en la naturaleza, una idea que, por otra parte, apoyaban desarrollos anteriores: la electricidad que producía la pila de Volta provenía de procesos químicos. (No mucho después, otros científicos –como James Prescott Joule, Julius Mayer, Hermann von Helmholtz o Emil du Bois-Reymond– demostraban equivalencias entre otras fuerzas anteriormente consideradas diferentes.)
El mundo abierto por Oersted lo completaron Michael Faraday, que demostró el efecto contrario – la variación del campo magnético produce una corriente eléctrica– y, en la década de 1860, James Clerk Maxwell elaborando una teoría electrodinámica que unificaba electricidad y magnetismo (y óptica, al demostrar que la luz es una onda electromagnética). Y en el camino surgieron dispositivos como la primera dinamo, un aparato que transforma la variación del campo magnético en electricidad. Si la máquina de vapor originó la Revolución Industrial, la generación de corriente eléctrica en grandes cantidades produjo efectos comparables. Todos, en definitiva, somos deudores de Oersted.