Por diversas razones me interesa la economía como disciplina. Una de esas razones es la importancia que ha tenido (y tiene) en el desarrollo de la ciencia, especialmente una vez que se puso en marcha a finales del siglo XVIII la Revolución Industrial, en la que consideraciones económicas –entender los procesos físicos que subyacían en la “máquinas de vapor” para mejorar su eficiencia– influyeron significativamente en el camino que conduciría al establecimiento de la termodinámica, la rama de la física que se ocupa de los intercambios de energía. Ya en el siglo XIX, la interrelación ciencia-economía se intensificó en dos campos que, literalmente, cambiaron la sociedad: la química orgánica (con sus aplicaciones a la industria de los tintes y la farmacéutica) y la electricidad. Y ¡qué decir del siglo XX, en el que la “razón económica” fue decisiva en el desarrollo de la física de la materia condensada (la de materiales como los semiconductores que han hecho posible la globalización).
Me ha recordado este viejo interés la publicación de dos libros: Contra los zombis. Economía, política y la lucha por un futuro mejor (Crítica 2020), del Premio Nobel de Economía Paul Krugman, y Excesos. Amenazas a la prosperidad global (Planeta, 2019), del catedrático emérito de Economía de la Empresa de la Universidad Autónoma de Madrid Emilio Ontiveros. Confieso que siento por ambos una simpatía especial, debido a la claridad de sus análisis y que éstos nunca son ajenos a lo que interesa a la mayor parte de la sociedad, aquéllos que no dirigen las finanzas pero sí sufren las consecuencias e ideas de los que las manejan. Muestra de lo comprometidos que están con el bienestar común es que en los subtítulos de los dos libros que acaban de publicar aparecen las expresiones “un futuro mejor” y “prosperidad global”.
No hay ciencia sin capacidad de predecir lo que va a suceder y la historia, la filosofía o el derecho no pueden cumplir con tal condición
Pero no teman, no voy a ejercer de crítico económico, tarea para la que no estoy capacitado, aunque tampoco sea ajeno a ella: ninguno deberíamos serlo, pues condiciona nuestras vidas. De lo que quiero tratar es de un asunto sobre al que no dejo de darle vueltas desde hace mucho: ¿es la economía una ciencia? Sé, por supuesto, que es considerada como tal; que, de hecho, se le adjudica el título de “la más exacta” de las ciencias sociales, consideración que comparto. En pretensiones de exactitud es, ciertamente, la más ambiciosa de las disciplinas sociales, no en vano las matemáticas desempeñan un papel importantísimo en sus análisis. En el que probablemente sea el más personal de los ensayos incluidos en Contra lo zombis, el titulado “Cómo trabajo”, Krugman reconoce explícitamente esta faceta de la economía: “La mayoría de los economistas jóvenes se incorporan hoy a este campo desde la vertiente técnica. Su intención inicial es optar por una carrera de ciencias puras o ingeniería y acaban deslizándose hasta la más rigurosa de las ciencias sociales. Las ventajas de adentrarse en la economía desde esa dirección son evidentes: se llega con una buena formación en matemáticas y uno encuentra naturales los modelos formales”. No todos los economistas, por supuesto, dependen tanto en sus enfoques y análisis de las matemáticas; el mismo Krugman señala que “no es de ahí de donde yo provengo. Mi primera pasión fue la historia; estudié pocas matemáticas, aprendiendo solo lo que necesito para ir progresando”.
La pregunta que yo me llevo formulando mucho tiempo es si el uso de una herramienta tan exacta (y sin duda científica) como es la matemática justifica la denominación de “ciencia”. Lo diré con claridad, no considero que todas las denominadas “ciencias sociales” sean “ciencias” en el mismo sentido que las ciencias de la naturaleza (la física, la química o la biología, fundamentalmente). No hay ciencia sin capacidad de predecir lo que va a suceder (creo que ya lo he dicho en estas páginas) y disciplinas como la historia, la filosofía o el derecho no cumplen, no pueden cumplir, con tal condición debido a la naturaleza del “objeto” al que se dedican, mucho menos “pasivo”, ajeno a las cambiantes circunstancias humanas, que la naturaleza. La historia, por ejemplo, analiza el pasado y las relaciones lógicas que descubre entre acontecimientos, modos de vida, etcétera, pueden servirnos de ayuda para encarar el futuro, pero no para predecirlo. Dicho esto, debo aclarar que esto no quiere decir absolutamente nada en contra de esas disciplinas, que para mí son sistemas lógicos maravillosos.
La economía vive, por así decir, como el título de esta sección, “entre dos aguas”, pues estudia el cambiante mundo de las relaciones sociales y busca no solo entender lo que ya sucedió, sino sobre todo, predecir lo que va a ocurrir. Y ahí la matemática constituye una ayuda fenomenal. Quiero aprovechar lo que estoy diciendo para recordar un libro que ejemplifica muy bien esa dualidad de la economía; un libro que pertenece al reducido y exclusivo grupo de los clásicos, en este caso tanto de la economía como de la matemática: Theory of Games and Economic Behavior (Teoría de juegos y comportamiento económico, 1944), fruto de la colaboración entre un matemático extraordinario, el húngaro John von Neumann y el economista Oskar Morgenstern, y con el que se dio un impulso decisivo a la teoría de juegos (cooperativos). De hecho, las técnicas que se aplicaban en él no se limitaban a problemas económicos, eran lo suficientemente generales como para aplicarse a la ciencia política, la sociología o las estrategias militares.
La teoría de juegos cooperativos de Von Neumann y Morgenstern fue extendida a los más reales juegos no cooperativos –en la vida real los participantes en “juegos” con mucha frecuencia tratan de obtener posiciones que les den ventajas, esto es, no cooperan con otros– por el matemático John Nash en su tesis doctoral de 1950. En 1994, Nash –famoso por el libro y la película basados en su dramática historia, Una mente maravillosa– recibió el Premio Nobel de Economía. l