El siglo XX fue fenomenal para el avance de la ciencia, y son muchos los apartados que se pueden mencionar en este sentido, pero quiero recordar ahora la introducción de una manera de “hacer ciencia” a la que se denominó Big Science (Gran Ciencia). Aunque existen algunos ejemplos del uso de este término con anterioridad, su introducción formal se debe a Alvin Weinberg, un físico nuclear que durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para el Proyecto Manhattan, cuyo objetivo, como es bien sabido, era la fabricación de bombas atómicas. Al término de esa contienda, Weinberg se trasladó al que pronto sería conocido como Laboratorio Nacional de Oak Ridge (Tennessee), dedicándose al diseño, desarrollo y control de reactores nucleares. Allí llegó a ser Director General de la institución. Durante su mandato, el Laboratorio, ya de por sí un centro de grandes dimensiones, creció notablemente: la división de Biología, por ejemplo, se desarrolló hasta alcanzar una dimensión que superaba en cinco veces a la que le seguía en tamaño. Weinberg, por consiguiente, conocía de primera mano lo que era la Gran Ciencia, concepto y término que introdujo en un artículo que publicó en 1961 en la revista Science: “Impacto de la ciencia a gran escala en los Estados Unidos”. “Cuando la historia mire al siglo XX”, escribió allí, “verá a la ciencia y a la tecnología como uno de sus aspectos centrales; encontrará en los monumentos de la Gran Ciencia –los gigantescos cohetes, los aceleradores de altas energías, los reactores de investigación– los símbolos de nuestro tiempo, igual que encontrará en Notre Dame el símbolo de la Edad Media. Puede incluso que encuentre analogías entre nuestras motivaciones para construir estos instrumentos de ciencia gigante y las de quienes construyeron las iglesias y las pirámides. Nosotros construimos nuestros monumentos en nombre de la verdad científica, ellos los suyos en nombre de la verdad religiosa”.
El concepto y nombre tuvo éxito, encontrando a su divulgador principal en el sociólogo, historiador de la ciencia y padre de la bibliometría de la ciencia Derek J. de Solla Price, quien lo utilizó en un libro titulado Little Science, Big Science, que la editorial Ariel publicó en castellano en 1973 en su ya desaparecida y añorada colección de bolsillo, con el título Hacia una ciencia de la ciencia. Expresado brevemente, la Gran Ciencia consiste en proyectos que requieren de recursos económicos muy importantes, y en los que participan un elevado número de científicos y técnicos. Los grandes aceleradores de partículas constituyen su ejemplo paradigmático: el CERN, por ejemplo, no podría ser costeado por un solo país europeo, por eso es una institución paneuropea.
“Los canarios se sienten orgullosos de su ‘Astrofísica’ y sus ‘cielos astronómicos’ son ya una seña de identidad”. F. Sánchez
He querido recordar todo esto por la reciente publicación de un libro del astrofísico Francisco Sánchez, Soñando estrellas. Así nació y se consolidó la Astrofísica en España (Instituto de Astrofísica de Canarias, 2019). En él se narra –desde una perspectiva justificadamente autobiográfica, pues es el responsable de que la astrofísica de la que se ocupa llegase a ser realidad– el nacimiento y subsiguiente historia del que considero el mejor ejemplo de Gran Ciencia en España: el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), que controla un espectacular conjunto de telescopios de ámbito internacional en Tenerife y en el Roque de los Muchachos, en la isla de La Palma. La joya de este conjunto es indudablemente el Gran Telescopio, ubicado en el Roque de los Muchachos, el mayor del mundo junto a los Keck I y II, situados en el volcán inactivo Mauna Kea de Hawái. El espejo recolector de luz de estos telescopios (en realidad un conjunto de espejos unidos cuya geometría es controlada por ordenadores; un único espejo pesaría tanto que su forma no podría ser la adecuada) tiene 10 metros de diámetro (el espejo del telescopio de Monte Wilson, en California, con el que Edwin Hubble descubrió que el Universo se expande, tenía 2,5 metros de diámetro).
El IAC no es la única instalación que se podría considerar de Gran Ciencia que existe en España, pero sí es la que se “construyó” desde la base, a partir de prácticamente cero. Es cierto que para que llegase a ser lo que es hoy, un centro reputado internacionalmente, fueron esenciales las atmósferas –despejadas, transparentes y poco turbulentas– que existen en la base del Teide y en el Roque de los Muchachos, pero se necesitó mucho más que eso: aprender de los mejores astrofísicos del mundo, atraerlos para que colaborasen –y se beneficiasen– de lo que la naturaleza ofrecía allí, una adecuada idea de lo que instalaciones de ese tipo requieren (por cada investigador hay dos técnicos), y también la colaboración de las autoridades canarias y del gobierno de España, apoyo que se ejemplifica con el hecho de que el Parlamento español, a iniciativa del de Canarias, aprobase en 1988 una Ley para la Protección de la Calidad Astronómica de los Observatorios del IAC (o “Ley del Cielo”), que lo protege frente a las contaminaciones lumínica, radioeléctrica y el sobrevuelo de aviones.
Pero la ciencia siempre exige más, y los espejos de 10 metros se están haciendo pequeños, y por ello hace años comenzó a esbozarse un proyecto internacional para construir un telescopio con un espejo de 30 metros. La idea inicial era instalarlo en Manua Kea, pero surgieron problemas y parece que La Palma y el IAC están bien situados para albergarlo. De nuevo, Canarias ha ayudado aprobando hace muy poco los permisos necesarios para que se construya allí. Casi al final de su libro Francisco Sánchez escribe: “Hoy, el IAC está enraizado y prestigiado en su entorno. Los canarios se sienten orgullosos de su ‘Astrofísica’ y sus ‘cielos astronómicos’ son ya una seña de identidad y hasta un enclave turístico”. Aunque no fui como turista, el día y la noche que pasé hace años en el Roque de los Muchachos me permite dar fe de que merece la pena visitar esos maravillosos enclaves astronómicos canarios. Es como tocar el cielo.