Cuando usted, apreciado lector, pose la vista en estas líneas hará más de una semana que murió Stephen Hawking. Y ya se habrá dicho y escrito mucho, acaso demasiado, sobre su persona y su obra. Porque este físico y cosmólogo inglés fue una celebridad mundial, además de un notable científico, y es justo que haya recibido tanta atención, algo habitualmente reservado a personas de otras profesiones que nada tienen que ver con la ciencia. Al fin y al cabo, la ciencia es, mucho más que la mayoría de otras actividades, la mano que ha mecido la cuna del progreso de la humanidad (si no les gusta la palabra “progreso”, pongan “cambio”). Por tanto, ¿tiene sentido que yo vuelva ahora a hablar de él? No estoy seguro de ello, y, en realidad y al hilo de escribir sobre él, lo que voy a hacer es hablar de mí, de algunos de mis recuerdos y de lo que pienso -o como juzgo- las reacciones sociales que se han producido tras su muerte.
Las vidas, cualquier vida, van configurando un escenario de recuerdos, que se ensamblan -con frecuencia deformados por la propia (mala o interesada) memoria- en un conjunto desordenado. Una parte importante de mi vida ha tenido que ver con la ciencia, con la física en particular. Y como el físico teórico que una vez fui y el historiador de la ciencia que soy, valoro especialmente el recuerdo de algunos físicos sobresalientes que tuve el privilegio de escuchar e, incluso, de hablar con ellos. Recuerdo haber mantenido conversaciones con Hoyle, Wigner, Bondi, Bohm, Bell, Penrose, Gell-Mann y Townes. Y haber asistido a conferencias o seminarios de, entre otros, Heisenberg, Dirac, Schwinger, Chandrasekhar, Weisskopf, Peierls, Glashow… y Hawking. Pero no eran conferencias, aunque también, del Hawking que se comunicaba -con una lentitud, la de la composición electromecánica de la frase, que impedía diálogos verdaderos- utilizando un sintetizador que él dirigía con minúsculos movimientos musculares, sino del Stephen Hawking que, aunque confinado ya a una silla de ruedas podía hablar, al que, con dificultad, eso sí, se le podía entender.
Asistí a algunas cuando yo vivía en Oxford, en la segunda mitad de la década de 1970, y recuerdo muy bien la vitalidad del grupo de especialistas en la Teoría de la Relatividad General y cosmología relativista, liderados por Hawking y Roger Penrose, el otro gran responsable de que los agujeros negros adquirieran presencia y respetabilidad científica (antes de la década de 1960 eran considerados como una especie de “fantasmas matemáticos” que aparecían en algunas soluciones de la Teoría de la Relatividad General y que había que eliminar). He dicho la “vitalidad” y tendría que añadir también, el desenfado, la familiaridad con que discutían aquellos físicos y matemáticos. Cuando vi la película La teoría del todo (2014) me sorprendió ver el ambiente formal, lleno de tipos encorbatados, con que se representaban los seminarios de entonces. En modo alguno era así. De hecho, ya entonces eran patentes algunas de las características -que nunca perdió- de la personalidad de Hawking: su alegría de vivir, su optimismo y su sentido del humor. Y si se piensa que hay personas que se entendería que fuesen pesimistas, una de ellas podría ser Hawking, cuya condición física le impidió, en la ciencia y en la vida, hacer más cosas de las que habría podido y querido hacer. En realidad, era difícil pensar que llegase a alcanzar los 76 años de edad. Ha sido casi un milagro, no explicable únicamente en razón de las atenciones médicas y personales que recibía. De nuevo, seguramente esa alegría y deseo suyo de vivir contribuyó a su longevidad.
Decía antes que escribir sobre Hawking es también para mí una especie de pretexto para referirme a la sociedad actual -apropiadamente denominada por Mario Vargas Llosa en uno de sus libros, La civilización del espectáculo-, a propósito de las reacciones sociales que se han producido tras su muerte. Sé muy bien, lo sabemos todos, que cuando una persona muere se tiende a destacar lo más positivo de su biografía, y que con frecuencia los juicios que se hacen acerca de ella se ven deformados por la exageración. Esto no tiene mayor importancia cuando se trata de personas que carecen de dimensión pública destacada, pero sí la tiene en el caso de luminarias reconocidas internacionalmente. Y la tiene porque la historia se alimenta en parte de esas figuras, que constituyen referencias que ayudan a entender lo que sucedió, lo que se consiguió y quiénes lo consiguieron. El miércoles de la semana pasada, cuando se supo que Hawking había fallecido, escuché muchos elogios sobre él, algunos desmedidos. En un siglo como el XX, que fue el suyo aunque haya muerto en el XXI, en el que vivieron y trabajaron físicos del calibre de Einstein, Bohr, Heisenberg, Schrödinger, Fermi, Pauli, Feynman, Chandrasekhar, Landau, Gell-Mann o Weinberg, que se le ensalce comparándole a Einstein, algo en lo que ninguno de los que acabo de mencionar se atrevió siquiera a pensar, no es simplemente una exageración, es peor que eso: es ignorancia. He escuchado, asimismo, decir que Hawking fue el mayor divulgador científico de la historia. ¿Tan pronto hemos olvidado, por ejemplo, a Carl Sagan?
La historia no es lo que pudo ser -qué hubiese podido lograr Hawking si su condición física hubiese sido otra-, sino lo que fue. Admiremos al divulgador que se sumó a lo que muchos otros hicieron antes o después que él y, sobre todo, al físico teórico que nos ha dejado por las importantes contribuciones que realizó, en especial aquellas que consolidaron y renovaron el estudio de la física de los agujeros negros y la cosmología -tarea en la que no hay que olvidar las aportaciones de, al menos, Oppenheimer, Penrose, Wheeler, Bekenstein y Thorne-, así como por el ejemplo humano que nos dio, pero no reconstruyamos la historia en razón de nuestras emociones