Experimentos galvánicos. Grabado de la exposición Terror en el laboratorio. De Frankenstein al Doctor Moreau, de la Fundación Telefónica

La reunión en Ginebra entre Mary Shelley, su esposo -el poeta Percy Shelley-, el médico y escritor J. W. Polidori y Lord Byron sirve de arranque a José Manuel Sánchez Ron para abordar la trascendencia literaria y científica del clásico Frankenstein o el moderno Prometeo.

Termina 2016 y aún no me he ocupado de uno de los acontecimientos que se han recordado en él: el segundo centenario del encuentro, durante el verano de 1816, cerca de Ginebra, entre Mary Wollstonecraft-Shelley, su esposo, el poeta Percy Shelley, J. W. Polidori y Lord Byron. Es bien sabido que la novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) fue fruto de las reuniones que mantuvieron entonces. En la "Introducción" que Mary Shelley añadió a la edición de 1831 de su novela se refirió a las circunstancias que rodearon su génesis: "Muchas y largas fueron las conversaciones entre Lord Byron y Shelley, a las cuales yo asistía, pero casi como una oyente silenciosa. Durante una de esas conversaciones se habló de distintas doctrinas filosóficas y, entre otras, de la naturaleza del principio de la vida, y se discutió si habría alguna posibilidad de que alguna vez fuera descubierto y difundido. Ellos hablaron de los experimentos del doctor Darwin (no hablo de lo que el doctor hizo realmente, ni de lo que se dice que hizo, sino, más bien, de lo que en aquel entonces se decía que había hecho); al parecer había conservado un hilo de masa en un bote de cristal, hasta que, por algún extraordinario proceso, aquello comenzó a agitarse con un movimiento autónomo. Después de todo, ¿no era así como se generaba la vida? Quizá un cadáver podría reanimarse; el galvanismo había dado pruebas de cosas semejantes: quizá se podrían manufacturar las partes componentes de una criatura, y después podrían reunirse y dotarlas de calor vital".



El "calor vital" que mencionaba se debe entender en base a una doctrina que todavía estaba vigente a comienzos del siglo XIX, aunque pronto sería derrotada con el desarrollo de la fisiología: el vitalismo, la idea de que existe una fuerza propia de los seres vivos, no reducible a las fuerzas físicas o químicas conocidas. En cuanto al doctor Darwin citado no podía ser el gran Charles Darwin, el autor de El origen de las especies (1859), que en 1816 sólo tenía siete años, sino su abuelo, Erasmus Darwin, un próspero médico, además de poeta, filósofo y botánico, recordado como uno de los precursores de la teoría evolucionista, que expuso, de manera bastante confusa, en un libro titulado Zoonomia; or the Laws of Organic Life (1794-1798), una curiosa combinación de hechos e intuiciones. En él aparecen párrafos como: "¿Sería demasiado atrevido imaginar que todos los animales de sangre caliente han surgido a partir de un filamento vivo, con la capacidad de adquirir partes nuevas, dotadas con nuevas inclinaciones, dirigidas por irritaciones, sensaciones, voliciones y asociaciones?; y poseyendo así la facultad de continuar mejorando mediante su propia actividad inherente, y de transmitir esas mejoras a su posteridad, ¡un mundo sin fin!". Vemos que hablaba de "un filamento vivo", el "hilo de masa" al que se refería Mary Shelley.



El doctor Víctor Frankenstein, leemos en la novela, descubre "la causa de la generación y de la vida", y es "capaz de infundir vida en la materia muerta". Para entender bien cómo pudo Mary Shelley llegar a estas ideas no basta con Erasmus Darwin, es necesario tener en cuenta novedades científicas de la época en la que se gestó la obra, muy especialmente una: los experimentos llevados a cabo por el médico italiano Luigi Galvani (1737-1798), en cuyo honor se acuñó el término galvanismo, una de cuyas acepciones es "producción de fenómenos fisiológicos mediante corrientes eléctricas".



En 1786, Galvani observó que cuando los nervios lumbares de una rana muerta se comunicaban con los músculos crurales por medio de un circuito metálico, éstos se contraían violentamente, fenómeno que atribuyó a la existencia de una electricidad animal, que en su opinión era "producida por la actividad del cerebro, y extraída muy probablemente de la sangre", y transmitida a los músculos a través de un fluido eléctrico, como manifestó en un libro en el que dio a conocer (en latín) sus observaciones y propuestas: Comentario sobre los efectos de la electricidad en el movimiento muscular (1791). No importa ahora que la interpretación que dio fuese errónea, como demostró en 1800 Alessandro Volta, sino cómo utilizó las ideas de Galvani un sobrino suyo, Giovanni Aldini, que en 1792 editó una reedición del Comentario, añadiendo diversos materiales, entre ellos una introducción de 26 páginas. Aldini no se distinguió como científico, pero sí difundiendo las supuestas virtudes del galvanismo, entre las que figuraban, según él, devolver el juicio a los locos y resucitar muertos.



Lejos de contentarse con sugerir la posibilidad, Aldini utilizó una "Murder Act" ("Acta de Asesinato") que el Parlamento británico aprobó en 1751 (aunque se la asocia a 1752), en la que se estipulaba que "para prevenir mejor el horrible crimen del asesinato, se añada al castigo algún terror y marca peculiar de infamia" y que "en ningún caso el cuerpo de un asesino sea enterrado, debiéndose ser sometido el cadáver a disección pública o a ser colgado con cadenas". Aldini se aprovechó de esa orden y en 1803 sometió a una serie de descargas eléctricas al cuerpo de un criminal que había sido ejecutado en una prisión de Londres, con el resultado, según algunos que lo vieron, de que se abrieron sus ojos, se levantó su mano derecha y se movieron sus piernas. Y no fue el único en hacer cosas parecidas: en 1836, un conocido de los Shelley, Andrew Crosse, sostuvo que había realizado experimentos de "electrocristalización" en los que aparecieron insectos. Otro detalle que da que pensar, es que el italiano Andrea Vacca Berlinghieri, médico personal de Percy cuando el matrimonio Shelley visitó Pisa, era hijo del también médico, Francesco (Franken, en alemán) Vacca Berlinghieri, apodado Francesco LaPietra (Stein, "piedra", en alemán).



Al tratar de Frankenstein, o el moderno Prometeo también surge, inevitablemente, la cuestión de la justificación moral de las posibles consecuencias de algunos avances científicos. Aunque no podamos considerar, ¿aún?, el ser fabricado por el doctor Frankenstein como una posibilidad real de la ciencia, muchas otras puertas a la generación de otros tipos de seres se han abierto desde entonces (ingeniería genética, clonación), planteando problemas no menos agudos que los del monstruo frankensteiniano. Porque lo que sí se conserva es el mismo espíritu que anima a los científicos; en palabras del doctor Frankenstein: "cuanto más me adentraba en la ciencia, más la buscaba sólo por ella misma".



Entender esta maravillosa novela es, en definitiva, como participar en un ágora de la ciencia de comienzos del siglo XIX, aunque, por supuesto, su auténtica grandeza reside en el indefinible universo de esa, no demasiado frecuente, creación literaria que consigue sumergirnos en mundos imaginados, que aunque acaso sean imposibles los sentimos como más reales que la vida misma.