Al hilo de la noticia del descubrimiento de una estrella tan lejana que su luz ha estado viajando hacia nosotros durante el 93% de la vida del universo, la llamada Eärendel, se nos acumulan las preguntas. No solo a quienes nos dedicamos a la astronomía, sino a cualquiera que intente imaginar la situación que lo ha propiciado. ¿Cómo podemos llegar a ver una estrella tan tan lejana? ¿Habrá otras por detrás? ¿Podríamos llegar a ver el comienzo del universo?
Cuando levantamos la vista al cielo nocturno todas las estrellas que vemos pertenecen a nuestra galaxia, la Vía Láctea. Están, en términos cósmicos, al lado como quien dice: su luz tarda en llegarnos años, incluso decenas de miles de años, pero eso es una minucia, justo nuestro barrio más cercano.
Pero en los años 20 del siglo pasado se pensaba que eso era todo el universo, que no había nada más allá, acaso estrellas más débiles que no podíamos ver. Era un error, como mostraron los datos de las mujeres que en el observatorio de Harvard analizaron miles y miles de espectros estelares para descubrir que nuestra galaxia no era sino una de muchísimas que poblaban un cosmos muchas escalas de magnitud mayor.
Luego los grandes telescopios y el trabajo de miles de personas dedicadas a cartografiar el universo permitió descubrir que conocemos un pequeño arrabal de todo lo que hay. También que todo se originó en unas circunstancias densas y calientes más allá de las leyes de la física que conocemos, hace 13.850 millones de años, en ese origen al que hemos otorgado un nombre mítico: el Big Bang.
El ilustrador argentino Pablo Carlos Budassi realizó en 2018 una representación de cómo vemos ese vasto cosmos. Nosotros estamos en el centro, mirando hacia lo lejos, encontrándonos primero con los objetos de nuestro sistema solar, luego con las estrellas y sistemas planetarios, nebulosas y cúmulos que conforman nuestra galaxia y, más allá, con cúmulos de galaxias, más galaxias, materia desconocida que nos va llevando hasta los confines de lo que podemos ver, es decir, de lo que la luz ha tenido tiempo de recorrer.
Es una representación logarítmica, para poder comprimir las prodigiosas distancias que nos alejan del origen (que es el perímetro de ese círculo), pero transmite muy bien la maravilla que supone la cartografía cósmica: cuanto más nos adentramos en lo profundo de la noche, cuanto más lejos estamos mirando, también viajamos hacia el pasado.
Por el momento, los más grandes telescopios no pueden llegar tan lejos como para ver ese origen. De hecho, sabemos que al principio no había nada que ver, la luz era prisionera de su interacción con la materia. El día en que el universo se hizo transparente surgió una luz, la llamada radiación cósmica de fondo, que hemos podido estudiar porque nos habla de cómo era todo antes de que se formaran las primeras estrellas, o las primeras galaxias, cuando la materia se recombinaba en átomos que luego fueron haciendo su labor hasta llegar a lo que vemos en el centro de esa imagen, a nosotros mismos. Ahora.
En este contexto, en los casi 32 años del telescopio Hubble una de las líneas de investigación que ha ocupado a cientos de observadores de todo el mundo ha sido precisamente llegar a esos confines, es decir, a esos momentos infantiles del universo, cuando se formaron las primeras estrellas. Pero ese telescopio espacial, aunque poderoso, no habría sido capaz de encontrarlas si no hubiéramos dispuesto de una especie de supertelescopio que hemos comprendido de la mano de la teoría de la relatividad de Einstein.
Esto sí que es un salto conceptual aún más grande que los que les he pedido dar hasta ahora: la materia que curva el espacio y el tiempo es capaz de magnificar la imagen de lo que está muy lejos, siempre que encontremos una acumulación de galaxias enorme, pesada, densa, que se convierta en una lente gravitacional y nos permita ver lo que hay detrás. Estas lentes son el instrumento, de la mano de la física y de la misma configuración del cosmos, que está permitiendo ver lo más lejano.
Pero en el descubrimiento de Eärendel también tiene su papel la serendipia, la casualidad que ha permitido que en la imagen amplificada por la lente gravitacional haya aparecido un punto, la luz de esa estrella caliente y brillante, además de otras imágenes de objetos que pertenecen también a la galaxia joven, que ha recibido el nombre de Sunrise. De haber estado colocada en otro lugar, de haber sido el cúmulo de galaxias que está entre Sunrise y nosotros menos masivo, no habríamos llegado nunca a ver ese destello del pasado.
Somos ambiciosos y necesitamos ir aún más allá, verlo todo con más detalle. Acabamos de lanzar al espacio el telescopio JWST más grande, más potente, que mira en el infrarrojo, la luz que nos habla precisamente de lo que sucedía cuando el universo tenía menos de mil millones de años, cuando una estrella masiva, cincuenta veces nuestro sol, brilló muchísimo durante un suspiro cósmico, y nos mandó esa luz que hemos descubierto ahora. ¿No les invade un cierto vértigo? Por eso estos días las gentes de la astronomía enemos cara de ensoñación y alegría.
Javier Armentia es astrofísico y director del Planetario de Pamplona