Tecnología e 'iconización'
El historiador de la ciencia analiza si el excesivo uso de emoticonos podría ser un obstáculo para la expresión lingüística
19 abril, 2021 09:00Cualquiera que utilice un teléfono inteligente –y esto, afortunadamente, ha dejado de ser patrimonio de pocos– conoce el papel que desempeñan los iconos, las imágenes. “Una imagen”, dice el dicho popular no sin razón, “vale más que mil palabras”. Y no sólo “vale más que mil palabras”, sino que ahorra algo muy valioso: tiempo. Ahora bien, el recurso sistemático y creciente a los iconos conduce al empobrecimiento del idioma escrito y oral, lo que a la postre limita sustancialmente nuestra capacidad de pensar, de razonar, de expresarnos, de encadenar secuencias de ideas y argumentaciones. Y esto es muy perjudicial.
Las palabras, ligadas en oraciones y siguiendo las reglas de la gramática –no siempre ésta última sujeta a relaciones estrictas que no admiten excepciones, de ahí que haya que ser precavido al hablar de la lingüística como una ciencia, porque en mi opinión no es comparable a las ciencias de la naturaleza, que obedecen a leyes que no pueden admitir violaciones–, han servido a los humanos para pensar de manera no primaria, para ir más allá de las expresiones que se derivan de reacciones fisiológicas como puede ser un grito de dolor, y así superar nuestra ancestral condición de primates y luchar por una existencia en condiciones superiores a las de cualquier otro animal. De manera que estaremos más indefensos si disponemos de un arsenal lingüístico reducido, empobrecido.
Las expresiones que representan los emojis no tienen nada de sencillas. Verbalizarlas implica un exigente ejercicio idiomático y conceptual
La popularidad de esos símbolos llamados emoticonos y emojis –cuyo uso está tan extendido que han encontrado hogar en el diccionario de la Real Academia Española con bastante rapidez, más, por ejemplo, que palabras como “exoplaneta”, término acuñado en la década de 1990, después de que se detectarán en 1992 varios planetas orbitando en torno a otras estrellas– constituye un buen ejemplo de lo que quiero decir. Muchos de estos dibujos representan expresiones faciales que se corresponden a estados de ánimo de quien los envía en algún tipo de mensaje electrónico. Es obvio que poseen ventajas, pero si se piensa un poco no es difícil llegar a la conclusión de que esconden un grave peligro.
Los llamados “nativos digitales” –que a no tardar será todo el mundo (se trata, pues, de una expresión de validez temporal limitada)– se pueden acostumbrar a “ver” y no a “verbalizar”. Y las expresiones que representan esos emojis no tienen nada de sencillas. Verbalizarlas implica un, en el fondo, exigente ejercicio no sólo idiomático sino también conceptual, en el que la capacidad de pensamiento simbólico que caracteriza a los humanos se pone de manifiesto. Se me ocurre pensar en las antiguas cartas de amor; podían ser cursis y vulgares pero eran originales, no producidas recurriendo a plantillas gráficas.
Que un número exorbitante de personas de todo el mundo esté utilizando tales recursos tiene que ver, evidentemente, con el desarrollo tecnológico. De hecho, al margen de sus propias características, no se trata de un fenómeno nuevo, aunque su extensión y profundidad hayan superado cualquier desarrollo anterior. Nuestra forma de vivir –de trabajar, de comunicarnos entre nosotros, de alimentarnos, de viajar, de defendernos de las enfermedades, de reproducirnos, de, en definitiva, prácticamente todo– se ha visto a lo largo de la historia condicionada y determinada por los instrumentos que la tecnología ha puesto a disposición de los humanos. Hacha de sílex, palanca, imprenta, máquina de vapor, telegrafía con o sin (radio) hilos, refrigeración, televisión, abonos artificiales, anestesia, hormigón, transistor, aviones, píldora anticonceptiva, computadoras, internet, incluso elementos aparentemente sencillos y de uso limitado como el estribo, un invento revolucionario que afectó profundamente al desarrollo de las batallas en la Edad Media, como explicó el historiador estadounidense Lynn White en un libro ya antiguo y descatalogado, Tecnología medieval y cambio social. La lista de los inventos que han condicionado la historia es casi infinita.
La “iconización” –si se me permite el horrible neologismo– de amplios y significativos dominios de las tecnologías informáticas se ha convertido ya en una necesidad. En las pantallas de nuestras computadoras, teléfonos, tabletas o televisiones necesitamos de iconos para utilizar algunas de sus numerosas funcionalidades, y por una vía similar entraron los emoticonos-emojis. Pero estos no son tan necesarios, y serían convenientes, útiles, si los controlásemos, pero me temo que lo que sucede es que terminan controlándonos a nosotros. Me pregunto cuáles serán las consecuencias de su abrumador uso en los más jóvenes, en lo referente a capacidades de comprensión, conceptualización, esfuerzo por seguir o producir argumentaciones complejas, que, no olvidemos, están presentes en todo tipo de disciplinas.
El problema, claro está, no son las tecnologías, somos nosotros que decidimos cómo y cuánto las usamos. Con cierta frecuencia me he encontrado con personas que argumentan que ciencia y tecnología son peligrosas, las responsables últimas de bombas atómicas, de la existencia de los plásticos que, imparables, polucionan tierras y océanos, de la invasión que sufre nuestra intimidad, del cambio climático de una próxima “nueva eugenesia” de la mano de la biomedicina transgenética. Es tan fácil mostrar lo falaz de tales acusaciones –en el fondo emparentadas con las de los negacionistas que defienden, por ejemplo, que las vacunas no sirven para nada– que no me detendré en esa tarea.
Vivimos en una época crucial que influirá en cómo serán las personas en el futuro. Nunca en el pasado la humanidad había dispuesto de instrumentos como los actuales –y los venideros, piénsese, por ejemplo, en la evolución de la robótica y la inteligencia artificial– capaces de alterar la esencia de lo que constituye, de lo que constituía históricamente, un ser humano. Y no he tratado de cómo la cultura, algunas manifestaciones culturales de la actualidad, pretenden imponerse a la biología, una importantísima cuestión de la que me ocuparé en otra ocasión.