Avi Loeb, catedrático de Astrofísica de la Universidad de Harvard, afirma en Extraterrestre (que Planeta publica este miércoles) que el objeto cósmico Oumuamua no es una roca llegada de otras estrellas sino el primer signo de vida inteligente de origen extraterrestre. Este "diminuto objeto interestelar descubierto por los humanos el 19 de octubre de 2017 —altamente luminoso, con una extraña rotación y con forma muy probablemente de disco—, se desvió sin desgasificación visible del rumbo que debería haber seguido si solo lo hubiera impulsado la gravedad solar", explica Loeb. ¿A qué nos enfrentamos? A continuación avanzamos el capítulo “Singularidades”, en el que el autor define sus características y su extraño comportamiento.
Oumuamua es equipamiento tecnológico extraterrestre.
Esa es una hipótesis, no una afirmación contrastada. Igual que todas las hipótesis científicas, hay que refutarla con datos. Como sucede a menudo en la ciencia, los datos de los que disponemos no son concluyentes, pero son considerables.
¿Habría alguna posibilidad de obtener datos adicionales a los que ya hemos recabado sobre Oumuamua o sobre objetos similares?
La última vez que vimos a Oumuamua, se alejaba de nosotros a una velocidad increíble; muchísimo más rápido que nuestro cohete más veloz. Sin embargo, sí podríamos desarrollar tecnologías para viajar por el espacio más rápidas que los cohetes, como las velas solares. O podríamos acercarnos al siguiente objeto que se parezca a Oumuamua con cohetes convencionales a medida que se aproxime a nosotros.
Si lanzáramos una nave espacial cerca de un objeto como ese, tal vez podríamos fotografiar su superficie. ¿Qué pruebas podríamos recoger? Casi todas servirían para limar nuestro conocimiento actual. Con imágenes adecuadas, conoceríamos más datos sobre su tamaño, su forma, su composición, su luminosidad, tal vez incluso podríamos saber si lleva marcas evidentes de sus fabricantes; la NASA, por ejemplo, siempre estampa la bandera norteamericana en sus cohetes. Sea cual sea la evidencia, la recibiría con los brazos abiertos.
A menos —o hasta— que obtengamos pruebas adicionales sobre objetos parecidos a Oumuamua, hemos de trabajar con lo que tenemos. Y lo que poseemos se puede resumir en un tema recurrente:
Y, aun así, se desvió.
Oumuamua, un diminuto objeto interestelar descubierto por los humanos el 19 de octubre de 2017 —altamente luminoso, con una extraña rotación y con forma muy probablemente de disco—, se desvió sin desgasificación visible del rumbo que debería haber seguido si solo lo hubiera impulsado la gravedad solar. Todas sus propiedades, entre las que destaca su ubicación inicial en el sistema de reposo local, lo convertían en una anomalía estadística en grado significativo. Si se trata de un grupo de objetos en órbitas aleatorias, se tendría que haber expelido mucho más material sólido del que hay disponible en los sistemas planetarios alrededor de otras estrellas. Pero si Oumuamua fuera extremadamente delgado o su órbita no fuera aleatoria, el problema sería menos complicado.
La comunidad científica ha llegado en masa a la misma conclusión: Oumuamua era un objeto natural, un cometa peculiar (o incluso exótico)..., pero, a pesar de todas sus peculiaridades, no era más que una roca interestelar. Y, aun así, se desvió.
Es cierto que podríamos postular fenómenos naturales que explicaran todos los atributos exóticos de Oumuamua. Hay una posibilidad estadística, más o menos de una entre un billón, de que Oumuamua fuera una roca única. Pero, entonces, el hecho de que los sistemas planetarios en torno a estrellas cercanas expulsaran material suficiente para producir una cantidad considerable de objetos como Oumuamua se vuelve una posibilidad aún más remota, porque se necesita mucho más material con la forma de objetos interestelares normales, como 2I/Borisov.
Por el contrario, los datos avalan otra hipótesis: que Oumuamua era tecnología extraterrestre, tal vez extinta o desechada. En este sentido, hay algo que ha sido subestimado por casi todos los que han escrito sobre el tema. Es el hecho de que, en unos algunos años, la humanidad podría construir una nave espacial que reuniera todos y cada uno de los atributos de Oumuamua. En otras palabras, la forma más simple y directa de explicar un objeto con todas las cualidades observadas de Oumuamua es decir que fue fabricado expresamente.
La razón por la que la mayor parte de la comunidad científica se revuelve incómoda ante esta tesis es que no lo fabricamos nosotros mismos. Sopesar la posibilidad de que lo hizo otra civilización significa barajar la idea de que uno de los descubrimientos más trascendentales —que no somos la única especie inteligente del universo— acaba de cruzar por nuestro sistema solar. Nos obliga a pensar de otra manera.
Para aceptar mi hipótesis sobre Oumuamua hace falta, ante todo, humildad, porque nos fuerza a aceptar que, aunque podamos ser extraordinarios, con casi toda probabilidad no seamos únicos. Cuando digo que somos extraordinarios, no lo digo en un sentido literal. Decir que estamos hechos de estrellas es un cliché poético, pero, en un sentido menos lírico, también se puede decir que las estrellas están hechas del mismo material que nosotros. Lo mismo cabe decir del universo, pues todo lo que contiene nació en la misma sopa densa de materia y radiación que emanó del big bang. Con todo, tal como digo a mis alumnos de primer año, aunque todos estamos compuestos de la misma materia ordinaria, eso no nos impide ser personas extraordinarias. Lo que resulta mucho más significativo es que la organización de la materia que nos conforma se ha convertido, en el decurso de milenios, en la materia de la vida. Y a diferencia de todo lo que hemos descubierto en el universo hasta la fecha, nosotros —y nadie más— estamos muy organizados.
«Extraordinario» y «único» son cosas muy distintas. Pensad en Nicolás Copérnico, el astrónomo del siglo XVI que propuso por primera vez que los planetas orbitan alrededor del Sol, una contribución presuntamente única a nuestra concepción del cosmos. El libro en el que sostenía esta tesis se publicó en 1543, poco antes de su muerte, y pasó desapercibido por casi todo el mundo excepto por un puñado de astrónomos, la mayoría de los cuales eran amigos de Nicolás. Pero hoy atribuimos los orígenes del sistema solar heliocéntrico a Copérnico y usamos su nombre para describir la premisa de que ni la Tierra ni la humanidad ocupan un lugar especial del universo; y, de hecho, que el universo no tiene lugares únicos o especiales. Aquí, donde reside la humanidad, encontramos lo mismo que en todas partes. Actualmente, podemos añadir una cortapisa irónica al principio copernicano: ninguna especie o civilización que haya descubierto este hecho fundamental sobre el cosmos tiene nada de especial, puesto que seguramente es algo que han averiguado todas las civilizaciones del resto del universo.
Si no nos limitamos a ponderar esta idea y la adoptamos plenamente, descubriremos posibilidades fascinantes.
Cuando Matías Zaldarriaga y yo nos dimos cuenta de que la civilización humana generaba un montón de ruido en el espectro de las ondas métricas, nos pareció razonable pensar que otra civilización pudiera generar ruido en la misma banda de frecuencia, así que propusimos buscar indicios de ello. Cuando Ed Turner y yo descubrimos que Tokio sería visible desde un telescopio espacial como el Hubble situado en los confines de nuestro sistema solar, consideramos razonable buscar un resplandor similar de una ciudad o una nave de otra civilización. De igual modo, cuando James Guillochon, posdoctorado mío, y yo nos percatamos de que era factible que la humanidad enviara naves propulsadas por velas solares, supimos que era razonable imaginar que otra civilización descubriera lo mismo, por lo que recomendamos buscar haces de radiación que indicaran lanzamientos de esta clase.
En la misma línea, cabe suponer que cualquier proyecto de otra civilización para enviar una vela solar habría ido precedido de algo similar al lanzamiento de la Iniciativa Starshot: el proyecto que desarrollamos para diseñar (si no para construir) velas solares propias.
Me gusta imaginar que ahora sé por qué dificultades pasaron hasta llegar a su objetivo.
Imagino lo que dirían sus voces pacifistas. Ante el lanzamiento de una nave espacial propulsada por un láser de cien gigavatios hacia una civilización alienígena a una fracción de la velocidad de la luz, supongo que expresarían miedo por que pudiera ser interpretado como una amenaza, si no como una declaración de guerra. Algo a lo que el presidente del consejo asesor de su versión de la Iniciativa Starshot seguramente habría respondido, como hice yo, que era un riesgo ínfimo. Para empezar, dije que no tenemos conocimiento de que exista vida extraterrestre —inteligente o no—, ni mucho menos de cómo es. Si, en efecto, existen otros seres, una nave nuestra de apenas unos gramos tiene pocas posibilidades de ser avistada y, al llevar la energía de un asteroide común, sería fácil que se la clasificara como tal. Y es casi inviable apuntar nuestra navecita a un planeta que se encuentra a años luz. Haría falta una precisión angular de una milmillonésima parte de un radián. Además, es imposible conocer con esa exactitud la posición relativa del planeta y de la nave tras las décadas que duraría el viaje. No, más que apuntar a un planeta, la nave aspiraría a alcanzar una región orbital miles de veces más grande que el tamaño de un planeta, con lo que la probabilidad de impacto sería de menos de una entre un millón.
Me imagino a sus ingenieros dudar de la viabilidad del proyecto. ¿Y qué hay del daño a la nave por el impacto de granos o trocitos de polvo interestelar? Los miembros del consejo habrían asentido con la cabeza, como hice yo, y habrían señalado que bastaría con un revestimiento de unos pocos milímetros para proteger la nave y sus cámaras. El más optimista de sus ingenieros podría haber lamentado perfectamente la ausencia de un mecanismo de desaceleración, y es probable que alguien manifestara que este sería un hándicap sin solución. Debido a las distancias, al peso de la nave (que debería ser mínimo) y a las velocidades a las que tendría que viajar, sacar fotografías durante vuelos rasantes ya sería una ambición lo bastante grande. Y «gran ambición» lo resume al dedillo. Quizás esas fotografías nos indicarían si hay vegetación, o un océano, o incluso alguna huella de civilización, todo ello, cosas que querríamos ver de cerca, más que a la distancia de nuestros telescopios más potentes.
Apuesto a que, al defender el proyecto, esos científicos se habrían topado con voces económicamente conservadoras que habrían puesto en duda la rentabilidad de la iniciativa. E imagino que, a su vez, el consejo de la iniciativa habría señalado, tal como hizo el consejo del Starshot, que lo cierto es que las economías de escala serían alucinantes. En nuestro caso, yo dije que sí, que resultaría caro construir el láser. Y sí, sacar la vela solar de la atmósfera del planeta sería costoso, pero las naves en sí serían baratas; cada StarChip costaría unos pocos cientos de dólares. Esto quería decir que, una vez hechas las grandes inversiones, sería perfectamente razonable lanzar una cada pocos días, dirigiéndolas hacia muchos centenares, si no miles, de objetivos.
Y luego, provistos del conocimiento científico y de la correspondiente humildad, quiero pensar que mis optimistas homólogos remotos habrían afirmado que, a pesar de todas las limitaciones y de todos los riesgos, lanzar esas velas solares suponía el siguiente gran paso adelante. Imagino que un número suficiente de esos científicos alienígenas habrían contemplado sus estrellas, igual que nosotros contemplamos las nuestras. Y supongo que, asombrados con las dimensiones del universo en comparación con las dimensiones de su planeta (o incluso de su sistema solar), habrían dado el visto bueno al proyecto. Habrían llegado a la conclusión de que esas velas solares eran el siguiente paso más factible para llegar a las estrellas. Y tal vez hubieran fantaseado, como estamos haciendo nosotros, con que sus veloces y peculiares velas solares serían vistas y entendidas algún día como un anuncio y una invitación: «Bienvenidos al club interestelar».
Hace falta imaginación y humildad para reconocer que la humanidad no es nada extraordinaria. En mi opinión, ambas cualidades son vitales para superar el gran filtro. Pero necesitamos otra cosa más. Debemos estar dispuestos a sopesar la explicación más simple para las propiedades de Oumuamua: que sus características reflejan una intención, no un accidente complejo.