“Una vez que tenemos un universo, nos preguntamos qué posición ocupamos dentro de él y cómo hemos llegado a existir aquí los organismos. ¿Cómo llegamos los humanos a heredar la Tierra?”. La pregunta del químico británico Peter Atkins podría ser respondida diciendo que gracias a los microorganismos, primeros pobladores de nuestro planeta surgidos de la fundacional “sopa primigenia” y parientes directos de LUCA (Último Ancestro Común Universal).
Gracias a su capacidad de adaptación –y a la mano maestra de la selección natural– han sobrevivido a sorprendentes coyunturas ambientales. Desde bacterias como Deinococcus radiodurans (también llamada Conan, the bacterium) capaces de soportar radiaciones miles de veces superiores a la dosis que mataría a cualquier ser humano a virus como el actual Sars-CoV-2, auténticos piratas celulares cuya insaciable actividad parasitaria estamos contemplando estos días, trágicamente, a tiempo real.
A juzgar por los efectos de la actual pandemia y de la actitud depredadora del hombre hacia el planeta –frenética y suicida desaparición de su fauna y flora y cambio climático incluidos–, habría que darle la vuelta a la pregunta del profesor Atkins: “¿Cómo llegarán los microorganismos a heredar la Tierra?”. Aunque el mundo científico responde unánimemente que siempre fue suyo, que no nos necesitan para sobrevivir, la posibilidad de que el ser humano provoque un cataclismo hace que nos situemos en un escenario en el que los microorganismos pueden llegar a ser los protagonistas de, esta vez sí, una nueva y reconquistada normalidad.
¿Un planeta inhabitable?
“Del mismo modo que se las han apañado bastante bien antes de la aparición del hombre, podrán sobrevivir perfectamente a nuestra extinción. Aunque lleguemos a convertir la Tierra en un planeta inhabitable para nuestra especie eso no quiere decir que se convierta en un mundo estéril. Los microorganismos cuentan con las ventajas de su simplicidad y su gran capacidad de adaptación”, señala Ester Lázaro (Sacramenia, Segovia, 1963), investigadora del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA) que estudia con su grupo la evolución experimental de virus y microorganismos.
“Alrededor del 8 % del genoma humano procede de virus que infectaron a nuestros ancestros hace millones de años”. E. Lázaro
Toda la vida que existe sobre la Tierra ha sido moldeada, de una manera u otra, por ellos. Forman el 85 % de las especies que conocemos. En la historia de la vida puede decirse que el ser humano es un recién llegado. Nuestra especie, Homo sapiens, hizo su aparición hace unos 250.000 años pero las bacterias ya llevaban “dando guerra” más de 3.500 millones. La naturaleza, como afirma Carl Sagan en Cosmos, nos lleva una ventaja de 4.000 millones de años. “Han contribuido a aumentar la diversidad y complejidad en la Tierra –añade Lázaro–. Hay un dato que se desconoce y es que alrededor del 8 % del genoma humano procede de virus que infectaron a nuestros ancestros hace millones de años. Si este material genético viral se ha mantenido es porque proporciona alguna función beneficiosa”. En el mismo sentido se expresa Víctor Parro (Villanueva de Ávila (1965), director del CAB, que ocupa sus investigaciones en el desarrollo de biosensores para la exploración planetaria: “Pueden vivir sin nosotros pero nosotros no podemos vivir sin la gran cantidad de microorganismos que forman nuestro microbioma. Son parte de nosotros. Un trabajo reciente muestra evidencias de que la placenta de los mamíferos se debió a modificaciones genómicas producidas por un virus”.
Estas “gigantescas factorías químicas”, como las ha llegado a definir el biólogo y divulgador Richard Dawkins, están por todas partes. “Cada nicho ecológico tiene una comunidad microbiana adaptada a él”. Lo afirma Manuel Porcar (Vinarós, Castellón, 1972), investigador del Instituto de Biología Sintética e Integrativa de la Universidad de Valencia y presidente de Darwin Bioprospecting Excellence. Su grupo trabaja desde hace tiempo en las bacterias que viven sobre las placas solares y los electrodomésticos. “También las hay en las fosas marinas, sobre las barras de combustible radiactivo de las centrales nucleares, en los desiertos, en los polos y en el aire”, puntualiza Porcar.
Parro va más allá. La clave de su éxito adaptativo está en la asociación en colonias o biopelículas (verdaderas ciudades microbianas) e incluso en la comunicación intercelular mediante la secreción de algunas sustancias que actúan a modo de hormonas: “Los microorganismos en la naturaleza crean sus propias “casas” y “ciudades” que les permiten protegerse de la intemperie, al igual que los humanos construimos iglúes que nos permiten sobrevivir en el Ártico”. Cada uno de nosotros, como sentencia Dawkins, es una ciudad de células y cada célula es una aldea de bacterias: “El lector es una gigantesca megalópolis bacteriana. ¿No levanta esto el manto de la anestesia?”.
Pero quienes nos han hecho salir precipitadamente de esta anestesia provocada por la prepotencia y la orgullosa superioridad sobre la naturaleza han sido los virus. A diferencia de las bacterias, su estructura biológica requiere colonizar a otro ser vivo de forma desaforada, con el único propósito de sobrevivir y multiplicarse. Dependen íntegramente de otros organismos (bacterias incluidas). De ahí que a buena parte del mundo científico le cueste definirlos como seres vivos. “Carecen de metabolismo y han de utilizar el de las células a las que infectan, por lo que son parásitos obligados”, señala a El Cultural Carlos Briones (Burgos, 1969), investigador del CSIC y autor de ¿Estamos solos?, libro que publicará en septiembre en Crítica. “Son muy variados y puede haber diez veces más especies de virus que de organismos celulares”.
“Lo que para nosotros es una pandemia devastadora para los virus no es más que el efecto de la selección natural”. M. Porcar
Allí donde haya vida, aunque sea microscópica, habrá virus. La afirmación de Ester Lázaro viene avalada por años de investigación en torno a la capacidad de resistir altas temperaturas o a la intensidad de la radiación ultravioleta (situaciones, como se repite una y otra vez estos días, que podrían atenuar los estragos del Sars-CoV-2): “Hasta el momento no se conoce ninguna especie biológica que no tenga sus virus característicos. Se cree que son muy antiguos y que han ido evolucionando con la vida, adaptándose a las características particulares de cada especie”.
Josefa Antón (Benidorm, 1962), catedrática de Microbiología en la Universidad de Alicante, que estudia la microbiota de los ambientes salinos, entiende que cualquier organismo celular puede ser infectado por sus virus. “Pueden cambiar más rápido que sus hospedadores y adaptarse así a los mecanismos de defensa que estos desarrollen. Esta coevolución es tan estrecha que la infección vírica puede ser incluso beneficiosa para el hospedador”. Según Parro, los virus que infectan bacterias (bacteriófagos o fagos) regulan las poblaciones de ciertas especies en ambientes naturales: “Incluso se piensa que podrían tener utilidad en biomedicina mediante el uso de fagos para atacar bacterias patógenas”. Porcar los considera un ejemplo extraordinario de evolución: “En cuanto un organismo, nuevo (mutante) o no, encuentra un hábitat propicio, se multiplica en él. Lo que para nosotros es una pandemia devastadora para los virus no es más que el efecto multiplicador de la selección natural”.
Parásitos sofisticados
Quien también acude a la selección natural para explicar el comportamiento de los virus es Juli Peretó (Alcira, 1958), vicedirector del Instituto de Biología Integrativa de Sistemas de la Universidad de Valencia que se dedica a la bioprospección de ambientes inhóspitos: “En cualquier proceso evolutivo la aparición de parásitos es inevitable. Siempre aparecen sistemas que van a sacar provecho de los demás. Desde que existieron células bacterianas hubo parásitos celulares más o menos sofisticados”. Según Peretó, el coronavirus que ha causado el Covid-19 es un claro caso de salto de especie animal. “Ese salto también se ha producido en otros muchos virus como el del Sida o el Ébola”.
Pero no son seres vivos. Lo afirma contundente Ricardo Amils (Barcelona, 1947), catedrático Emérito de Microbiología de la Universidad Autónoma de Madrid e investigador del CAB: “Un virus sin su huésped no está vivo. Su vitalidad se la da su capacidad de infectar un huésped, que sí es un ser vivo. Es sólo una unidad de información genética”. Quizá por eso Amils ha dedicado su vida a los microorganismos que sí son capaces de vivir por sí mismos en cualquier tipo de ecosistema, incluidos los que podrían prosperar fuera de nuestra atmósfera. Ellos sí que heredarán la Tierra porque necesitan de muy poco para sobrevivir. ¿La clave? “Son extremadamente baratos, no necesitan ningún aporte externo. En el subsuelo tienen todo lo que necesitan”, explica Amils. Siempre tienen un mecanismo biológico para enfrentarse a sus exigencias, que a veces son muy altas. Hablamos de especies de microorganismos como Pyrococus furiosus, capaz vivir a temperaturas que sobrepasan los 100ºC, o los géneros Hymenobacter, Arthobactero el mencionado Deinococcus, que aguantan desecaciones y radiaciones extremas. Los campeones, según Víctor Parro, son Haloquadratum walsbyi, archibacteria de forma cuadrada capaz de vivir en un 30 % de sal, y Planococcus halocryophilus, una bacteria que puede crecer en una salmuera a 15º C bajo cero. “Está claro que a la vida no le falta imaginación”, reflexiona Ester Lázaro.
Una expresión de esta fuerza “imaginativa” de la vida terrestre es la cuenca de Río Tinto en Huelva. En su subsuelo, a 600 metros de profundidad, hay microorganismos que viven sin luz, sin oxígeno y con muy pocos nutrientes disponibles.“Esa biosfera oculta constituye la última frontera para la búsqueda de vida en nuestro planeta”, subraya Briones, que conoce bien las características de este paraje extremo. “Es una manifestación privilegiada de la vida subterránea –tercia Amils–. Todo el hierro oxidado que hay en Río Tinto, de 92 kilómetros de longitud, se debe a la actividad de un biorreactor subterráneo que se alimenta de pirita y otros sulfuros metálicos que hay en la Faja Pirítica Ibérica”.
Guerra y paz
Así las cosas, conociendo su capacidad de resistencia y su poder de penetración en nuestro organismo, ¿les declaramos la guerra, nos defendemos de ellos o nos hacemos amigos? Amils apuesta por el acercamiento: “No son enemigos. La inmensa mayoría no son patógenos. La patogenia es una singularidad, no un modo de vida. Lo que sucede es que a los humanos nos preocupa más combatir a los patógenos que entender su papel en la evolución. Hoy día, por ejemplo, sabemos que hay patógenos de animales que solo quieren el hierro de nuestra hemoglobina. El problema es que no saben pedirlo sin causar un desastre. Si entendiéramos el poder de su estrategia quizá podríamos repartirnos el hierro sin ningún problema”.
“La mayor parte de virus y microorganismos no son patógenos. El equilibro de nuestro planeta depende de ellos”. Josefa Antón
Josefa Antón considera que contra los patógenos lo que hay que hacer es estar preparados, como ha quedado claro en la experiencia de la actual pandemia. “Sin embargo –aclara–, la mayor parte de virus y microorganismos no son patógenos ni hay que defenderse de ellos. De hecho, el equilibrio del planeta y de sus habitantes “superiores” depende ellos”. Lázaro también apuesta por sus efectos beneficiosos, como es el caso de las bacterias que componen nuestra microbiota, “que nos ayudan en la digestión de los alimentos, en la maduración del sistema inmune y en funciones que consideramos tan propiamente humanas como la manera de sentir”. Porcar incluso apunta a la biorremediación, una disciplina que utiliza bacterias en procesos de descontaminación. Peretó sugiere aprovechar las “maravillosas” lecciones de biología fundamental que nos dan los extremófilos para crear plantas más resistentes a la temperatura, la salinidad y la desecación.
Pero, como advertía Carl Sagan, el medio ambiente actual de laTierra no es muy favorable a las formas simples de vida. “Hay que trabajar duramente para ganarse la vida”, señalaba con cierta ironía en Cosmos. Peretó considera que el problema es “pensar que el planeta es nuesto y que lo podemos destruir sin más”. Vivimos gracias a los microorganismos y no al revés, reflexiona Briones, “de modo que cuando nuestra especie desaparezca, lo que sin duda ocurrirá, algunas bacterias o virus adaptados a nosotros también desaparecerán pero otras especies microbianas y pluricelulares seguirán existiendo. La vidaes muy fuerte y persis-tente”. Debido a esa vulnerabilidad, el ser humano, al contrario que sus vecinos los microorganismos, no se adapta al medio sino que lo modifica en su beneficio. Y ahí está el principio del drama que vive el planeta actualmente. Manuel Porcar considera que una manera de convivir con seres tan potentes biológicamente es no destruir los ambientes naturales, aprovechar la biodiversidad para buscar terapias, invertir más en I+D y evitar caer como sociedad en lo que denomina un ‘Brexit anticientífico’.
“Solo conociendo cómo se multiplican estos agentes podremos diseñar estrategias de defensa”, señala Lázaro, que también reivindica la investigación como una forma de frenar pandemias como la que nos ha traído el Sars-CoV-2. El biólogo Edward O. Wilson, Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento, realiza, en El sentido de la existencia humana, la perfecta radiografía del reto que tenemos ante nuestros ojos: “Las innovaciones evolutivas que nos hicieron amos y señores del mundo viviente también nos convirtieron en minusválidos sensoriales. Por culpa de eso, ignoramos casi toda la vida de la biosfera que hemos estado destruyendo de forma tan descuidada. Somos incapaces de interpretar el lenguaje de las feromonas, pero estaría bien conocer más cómo lo hacen los otros organismos; así podríamos salvarlos mejor, y salvar, junto a ellos, la mayor parte del medio ambiente del cual dependemos”.