Lo nuevo, lo recientemente descubierto en ciencia puede esconder aplicaciones muy ventajosas para los humanos, pero también serios riesgos, por lo que es conveniente aplicar lo que se denomina “Principio de precaución”: no apliques algo hasta no estar razonablemente seguro (nunca se está) de que no tiene consecuencias negativas. Las medidas de las agencias nacionales del medicamento, que exigen rigurosos controles médicos en pacientes antes de autorizar la venta de un fármaco, responden a tal principio. Me ha recordado esto la reciente publicación de un libro: Las chicas del Radio (Capitán Swing), de Kate Moore, que cuenta una historia que ya abordé -aunque no con la extensión y detalle que se hace aquí- en mi biografía de Marie Curie: Marie Curie y su tiempo (Crítica).
El radio, el tercer elemento químico radiactivo en ser descubierto (tras el uranio, elemento conocido desde cien años antes, y el polonio), fue aislado (identificado) por Marie y Pierre Curie, con la ayuda del químico Gustave Bémont, a finales de 1898. Con la ayuda de una revista, Le Radium, cuyo primer número apareció en enero de 1904, el nuevo elemento se hizo pronto popular. Uno de los elementos que ayudaron a esa popularidad fueron los efectos biológicos que producía, y que fueron observados muy pronto, al menos desde 1900. Pierre Curie se interesó enseguida por estos efectos; así, en 1901 publicó un artículo conjunto con Henri Becquerel, el descubridor de la radiactividad, sobre “La acción fisiológica de los rayos del radio”. En él explicaban que habían colocado sobre el brazo de Curie, durante unas horas una sustancia radiactiva, con el resultado de un “ligero enrojecimiento” de la piel. Dos o tres semanas más tarde, el enrojecimiento aumentó, produciéndose una inflamación y terminando por caerse la piel.
Los efectos patológicos del manejo de sustancias radiactivas se hicieron patentes desde el principio a Pierre y Marie Curie. La temprana muerte de Pierre por un accidente acaso le evitó mayores sufrimientos, aunque por entonces su salud ya se había debilitado mucho. En cuanto a Marie, padeció toda su vida los efectos de sus investigaciones. Especialmente dolorosos fueron sus últimos años: entre 1923 y 1930 sufrió cuatro operaciones por causa de unas cataratas. En 1932 se agudizaron las lesiones de sus manos. Finalmente, falleció, en 1934, de anemia perniciosa, resultado de haber estado expuesta durante tanto tiempo a radiaciones.
Pero todo esto sucedió después, ya que inicialmente se pensó en aplicar la capacidad del radio de destruir la piel para combatir tumores. Aunque se produjeron no pocos abusos, la utilización del radio mejoró sustancialmente la calidad de vida de muchos pacientes, estableciéndose de esta manera una nueva disciplina médica, la “radioterapia”. Este hecho, estimuló la popularidad del radio como panacea cuasi-universal. Entre los “milagros” que se le adjudicaban se encontraban cremas faciales que contenían radio, y que prometían rejuvenecer el cutis, o baños de radio que devolverían el vigor perdido. Pero semejantes promesas terminaron por conducir a grandes desencantos y acusaciones. En Estados Unidos, un suceso contribuyó notablemente a ello. En 1925, un tal William Bailey, que utilizaba fraudulentamente el título de ‘Doctor', patentó y promovió un producto llamado Radithor, que estaba compuesto por agua mezclada con radio, estrictamente, una solución que contenía dos isótopos del radio y que pretendía curar “la dispepsia, la presión arterial elevada, la impotencia y más de 150 enfermedades endocrinológicas”. Fuesen cuales fuesen sus virtudes, lo cierto es que el Radithor era letal en grandes cantidades, como se demostró algún tiempo después, cuando un millonario (y campeón de golf amateur) de nombre Eben Byers comenzó a tomarlo en 1927, bajo la recomendación de un médico, para tratar un dolor crónico en uno de sus brazos. Inicialmente, Byers manifestó que se sentía rejuvenecido, pero en 1932, después de haber consumido entre 1.000 y 1.500 botellas de Radithor, Byers falleció, víctima de una anemia severa, pérdida de peso, destrucción masiva de los huesos de su mandíbula, cráneo y en general esqueleto, y disfunciones en el riñón. La tragedia fue aireada por la prensa, y la Agencia de Alimentos y Medicamentos comenzó a tomar cartas en el asunto.
De hecho, se podía y debía haber actuado antes. En efecto, durante la Primera Guerra Mundial, el radio fue utilizado extensivamente en pinturas para esferas luminosas de relojes e instrumentos militares. La técnica empleada (desarrollada por primera vez en Alemania en 1908) era la siguiente: se utilizaban cristales de sulfuro de zinc mezclados con sales de radio; las partículas que emiten éstas últimas en sus desintegraciones radiactivas chocan con las moléculas de los cristales de sulfuro de zinc, produciendo emisión de luz. Era esta luminosidad la que permitía “ver en la oscuridad”. En Estados Unidos esta técnica fue introducida en 1913, y cuando la nación entró, en 1917, en la Primera Guerra Mundial se empleó de manera generalizada. Una de las principales factorías que suministraban estos materiales se encontraba en Orange, Nueva Jersey. Tenía cientos de empleados, la mayoría mujeres muy jóvenes, las “Chicas del radio”, que habitualmente mojaban en sus labios los pinceles que empleaban para pintar con la mezcla radiactiva. En consecuencia, y sin darse cuenta, ingirieron cantidades pequeñas pero significativas de radio. Entre 1922 y 1924, nueve de aquellas mujeres murieron, después de habérseles diagnosticado lesiones como necrosis de la mandíbula y anemia. Las investigaciones que se emprendieron ya señalaron la ingestión de sustancias radiactivas como la causa más probable de las muertes. Y todo esto ocurrió antes del fallecimiento de Eben Byers.
La "época dorada" del radio como panacea médica fue, de esta manera, terminando. Incluso en lo que se refiere a tratamientos más razonables. Hoy sabemos, por ejemplo, que la radiación que penetra en los tejidos de personas sometidas a tratamientos con radiactividad es principalmente la de los rayos gamma que emiten sustancias radiactivas. Por eso, cuando se dispuso de otros radioisótopos, menos dañinos en general que el radio, que también emitían rayos gamma, como el cesio-137, el empleo del radio para el tratamiento del cáncer disminuyó drásticamente, hasta su práctica desaparición